Durante mucho tiempo se sostuvo que el antiguo gnosticismo judeocristiano tenía su perfecta culminación en el maniqueísmo. O que esta religión constituía una prótesis gnóstica de natural sincrético que había sabido combinar temas cristianos, mazdeístas y hasta budistas. Hoy se tiende a pensar que la religión de Mani, la Religión de la Luz, fue una fundación religiosa de nuevo cuño.
Frente a lo que se pensaba en anteriores generaciones por estudiosos magníficos -como Henri-Charles Puech-, la religión de Mani no cifra el acto salvífico en el puro don del conocimiento salvador. Éste requiere el refrendo de la praxis ritual y moral. El despertar gnóstico es, en todo caso, un requisito, como lo testimonia el célebre y bellísimo Himno de la perla.
El Enviado ha sido asaltado y saqueado, ha perdido el conocimiento, se encuentra sumido en la inconsciencia. Ignora por qué se halla en estado de postración tras la agresión. No sabe quién es, ni de dónde procede, ni a dónde va. Su doble celeste, su gemelo divino, desciende para agitarle la memoria. Sabrá entonces que es hijo de reyes y que ha sido enviado a tierra hostil para recuperar la perla (la comunidad luminosa que debe ser rescatada). El Enviado logra recordar que le espera en el cielo su doble angélico. Mani recibió de ese gemelo celeste sus revelaciones.
Lúcida autoconsciencia. Mani (216-277) se halla a caballo cronológico entre la fundación cristiana y la islámica. Antes que ésta supo comprenderse a sí mismo como el último enviado, o el sello de la revelación profética, heredero de engarces diversos (antediluvianos, cristianos, zaratustrianos, budistas).
Lo que más sorprende de Mani es la lúcida autoconsciencia respecto a su misión. Quería fundar una religión universalista, a diferencia de las que sólo tenían sustento étnico o nacional, como la judía o la mazdea. Quería que fuese una religión suficientemente lábil para poderse adaptar a las regiones más extremas.
Consciente de que los anteriores enviados no habían dejado escrita su enseñanza, dando lugar a una dispersión continua de doctrinas y cultos, no cejó en escribir un libro canónico tras otro.
Esta religión terminó siendo una de las más perseguidas: sólo gozó de la protección providencial de los treinta años de magisterio de Mani gracias a Sapor I, segundo rey de la dinastía Sasánida. Varios siglos después gozó el maniqueísmo de cuarenta años de dominación uigur sobre la Mongolia exterior, cuyo rey fundador adoptó la religión maniquea durante las cuatro décadas en que duró el imperio.
La religión se expande por Egipto, por todo el norte de África (Agustín de Hipona es creyente durante casi una década), por el Asia central, por la ruta de la seda, por el Turquestán chino y por el Imperio Celeste, donde hay tiempos de tolerancia con esta religión (y vestigios de su existencia hasta el siglo XVII).
La trágica ironía de esta religión tan perseguida se advierte en que, a pesar del celo escritor del fundador, hoy solo existen ruinas, libros salvados en yacimientos textuales descubiertos recientemente.
Amplio fluir de un gran río. Esta religión describe un drama cósmico en tres etapas. La cuenca fluvial de la revelación proviene de la religión mazdea imperante en Persia, de cariz dualista.
En Mani ese dualismo configura la base firme sobre la cual descansa el amplio fluir de un gran río en el que se adivinan muchas corrientes, pero sobre todo la que procede del cristianismo paulino gnóstico, vía Marción, o de los gnosticismos cristianos dualistas, vía Bardesanes.
Mani se reconoce como el Paráclito del Evangelio de Juan: emisión que sigue a la que culmina Jesús, principal personaje del drama cósmico que Mani nos revela.
Al principio existían en régimen de separación la Luz y las Tinieblas, Vida y Muerte, Bondad y Maldad. La descripción de la Tiniebla parece anticipar a Thomas Hobbes y su caracterización del «estado de naturaleza». Es la guerra de todos contra todos. El Principio de Muerte reina por doquier. No hay modo de cortar la violencia recíproca.
De pronto, en la frontera de este mundo radicalmente infernal, en una zona lindante con Lo Más Alto, se atisban focos luminosos. El príncipe de las tinieblas señala en esa dirección y consigue que todos los señores de la guerra se olviden de sus pleitos feudales interminables. Logra unirlos con vistas a un único objetivo. Al igual que los titanes de la mitología, se trata de asaltar la morada de los celestiales, de quienes viven perpetuamente envueltos en su bondad, presididos por el Padre supremo.
Careciendo el Señor de la Luz de toda maldad, ignora cómo contrarrestar esa acometida de la Tiniebla. Sólo se le ocurre sacrificar una parte de sí mismo, adelantarla hasta la zona fronteriza y utilizarla como señuelo. Las Tinieblas se abalanzan furiosas contra ese cebo luminoso, lo devoran de forma caníbal, en una escena que a los grecolatinos les recuerda la ingestión de Dionisos, hijo de Zeus, por parte de los pérfidos titanes.
Crear el mundo. El cebo que se ofrece a la Tiniebla es el Hombre originario. Éste es el Primer Enviado, que esparce el Alma en medio de la Materia Oscura (que es el mal mismo, ingénito, increado).
Con el fin de rescatar esa luz diseminada en la Tiniebla lanza el Padre de Bondad un Segundo Enviado, el Espíritu Viviente. Éste tiene misión demiúrgica: crea el mundo a la manera de un inmenso dispositivo mediante el cual sea posible que la luz anímica del Hombre primordial, dispersa en la Tiniebla, pueda encontrar un cosmos que haga posible su liberación.
El puro caos de violencia y guerra queda contrarrestado a través de una arquitectura encaminada a que lo divino cautivo y prisionero pueda ser elevado -mediante columnas y ruedas- hacia las luminarias recién creadas, la Luna, el Sol, naves luminosas que conducen a la Tierra de Luz paradisíaca.
Pero esa cosmogonía es insuficiente. Con el fin de intensificar el proceso de redención se precisa un Tercer Enviado, cuya función es soteriológica: se trata del salvador, llamado Jesús Esplendor, que orienta la sucesión profética y el progreso en la revelación de los misterios, hasta culminar en el último profeta anterior al escenario escatológico, el Paráclito, verdadero Espíritu Santo, que se encarna en el propio Mani.
Los elegidos. La religión de Mani pretende, a través de la fundación de su iglesia, un modo que permita acelerar ese proceso de ascensión de la luz a través de ruedas, cangilones, columnas y luminarias. Ello requiere el concurso de los elegidos (electi), sacerdotes de esta religión: constituyen sacramentos vivientes que siguen un régimen vegetariano estricto, lejos de toda violencia con los seres vivos (humanos, animales, plantas).
Las plantas lloran si se arrancan palmas o flores. Las plantas poseen alta valencia salvífica. Los auditores (auditori), o catecúmenos, ofrecen en donación los alimentos vegetales que necesitan los electi con el fin de consumar en ellos mismos una suerte de transubstanciación sacramental. Logran así destilar en su metabolismo el factor luminoso, evacuando tiniebla y excremento.
Esta religión de no violencia, una suerte de versión occidental, cristiana, del jainismo indio (aunque totalmente independiente de éste), se esparció por todos los confines de la tierra conocida, en Oriente y en Occidente, fecundando de misterioso modo también variantes dualistas en el extremo occidental, en Bulgaria, en Italia, en Provenza, donde florecieron lejanas evocaciones de este mundo religioso: paulicianos, bogomilos, cátaros.
Fue la más perseguida de las religiones universales, quizás en parte debido al carácter mismo del mensaje religioso, que hizo de la no violencia, del NO rotundo a la guerra, y de la reticencia ante la sexualidad -por lo que se refiere a los electi- su mayor reclamo. Un dualismo extremo que configura el drama cósmico de la época de la mezcla, cuando Luz y Tinieblas conviven en el mismo mundo, antes de ser la Luz repatriada a su hogar originario.
Un dualismo con Tres Edades, la primera de estricta separación, con una frontera radical entre la Luz y las Tinieblas. La segunda en la cual la zona fronteriza asiste al dramático curso de incursiones y retrocesos, y a un triple envío (antropológico, cosmológico y soteriológico). Y una tercera edad, tras la batalla final, en la que para siempre se volverá a la separación originaria, aunque quizás alguna parte luminosa quede contaminada, imposible de rescate.
Parte de la Luz se corrompió en este proceso. Pero la propia Tiniebla quedó debilitada, y corrompida a su manera, al descubrir el misterio de la Luz y al desearla ardientemente, o al devorarla de forma desaforada.
Cazadores de herejes. Esta es la religión de Mani, que en un magnífico volumen, El Maniqueísmo, estudio introductorio, y en una antología excepcional, El Maniqueísmo, textos y fuentes (Trotta), Fernando Bermejo Rubio y José Montserrat Torrents, sus autores, nos presentan con el fin de que el maniqueísmo sea, por fin, verdaderamente conocido en su peculiaridad. O como mínimo, para que lo que ha terminado por ser una palabra denigratoria pueda deconstruirse, de manera que se sepa lo que se encierra en ella.
Eso hoy es posible porque se han conseguido descubrir verdaderos yacimientos en el Alto Egipto, en el Turquestán y en China, provistos de textos originales maniqueos.
No es suficiente conocer a los cazadores de herejes para comprender las motivaciones y razones de esta interesante religión. Los heresiarcas mismos pueden ser aquilatados en su veracidad en virtud de estos descubrimientos de última hora, que nos permiten acceder a textos maniqueos auténticos, testimonios de una piedad religiosa extraordinaria.
No me extenderé en elogios respecto a esta edición. Mi transcripción en forma de reseña es, por mi parte, el mejor homenaje a esta contribución al conocimiento de las grandes religiones, verdadera asignatura necesaria para fecundar la enseñanza media y el universo de las humanidades en un país tan polarizado en estos temas, basculando siempre -todavía- entre la intransigencia dogmática que se advierte demasiado a menudo en las formas y contenidos de la religión mayoritaria, y un descerebrado y frívolo desinterés por cosas relativas a los misterios que toda gran religión tiene por misión revelar, relativas a nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro.
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