Hace unos pocos días sufrí un intimo disgusto. Uno de esos que te hacen parar antes de cruzar un semáforo y te quedas con el periodico en la mano lacónico, quieto, y que luego cuentas y te llaman gilipollas. Andre Agassi ha iniciado un proceso para crear un grupo capaz de adquirir las cinco réplicas de los trofeos de Wimbledon obtenidas por el sueco Bjorn Borg entre los años 1976 y 1980. La delicada situación financiera por la que atraviesa el ex tenista le ha llevado a tomar la decisión de subastarlas junto a dos raquetas firmadas. Hace muchos años yo tomé al hierático sueco como referencia en la pista. Fue un ejemplo de contención, elegancia, modales, competitividad, entrega, discreción. Hoy no queda nada de eso en mí. Puede que tampoco en él. Bjorn representó un canto de cisne, un brindis al sol, un tiempo en el que nos creíamos por última vez perfectibles, una época inocente. Su abandono, su fracaso en todos los aspectos de su vida, su ruina financiera (fue el primer golden boy del deporte y la publicidad), me traslada a mi propio fracaso, a la asunción de una realidad imposible para el caballero, el genio natural, el ser genuino, el místico inmaculado. He soñado varias veces con Bjorn muerto de forma patética. Hoy ya lo vivo. Con el sueco mueren muchas cosas: mi juventud, mi capacidad para generar sueños. Ahora soy un burgues de mierda. Ahora no existen las raquetas de madera. Este es el fin.
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