Sto. Tomás Moro sigue siendo un hombre ejemplar, por muchas razones. Pero si tuviera que elegir una entre todas las que se han proclamado a lo largo de la historia, me quedaría con la que habla de la coherencia entre su vida y su pensamiento, que aún hoy es un horizonte moral y político para quienes se dedican al servicio público. Acaso ésa fuera la principal causa por que Juan Pablo II lo nombró, en 2000, patrón de gobernantes y políticos. Su obra más destacable es Utopía, que representa un enriquecimiento al legado de la Humanidad. La redactó durante una de las misiones asignadas por el rey en Amberes..Uno de sus inspiradores fue su íntimo amigo Erasmo de Rotterdam.. En todo caso, parece obvio que este hombre ha pasado a la historia del pensamiento cristiano, aparte de por haber escrito la Utopía, una nueva fundamentación de la esperanza moderna, tras el Descubrimiento de América, por haber defendido su conciencia por encima de cualquier otra consideración espiritual y material. Tomás Moro fue condenado a muerte por Enrique VIII. Éste ordenó ejecutarlo no tanto porque aquél no le sirviera lealmente, sino porque fue más fiel a su propia conciencia. Moro representa, por encima de todo, al político de principios que paga con su vida la fidelidad a la propia conciencia. Santo Tomás Moro es, sin duda alguna, el Sócrates de la modernidad cristiana. Las cartas que escribió en la Torre de Londres, donde había sido encarcelado por no jurar el Acta de Sucesión, o mejor, por no aceptar completamente el Acta de Sucesión, que reconocía como herederos legítimos de Enrique VIII a los hijos de éste y de Ana Bolena, son comparables con la Apología de Sócrates de Platón. La superioridad moral del condenado, como han dicho cientos de comentaristas, contrasta con la insignificancia de sus jueces. Los lores, las universidades, los obispos y el Parlamento prestaron juramento de obediencia al Acta de Sucesión, pero Moro se negó en rotundo; pues, aunque estaba dispuesto a reconocer a los hijos de Ana Bolena como herederos al Trono, no aceptó la nulidad del primer matrimonio del Rey con la española Catalina de Aragón ni hizo rechazo de la obediencia al Papa, como exigía el Acta. A nada de eso se sometió Moro; sencillamente, porque no quería traicionar a su conciencia. Se trataba nada más y nada menos que de un asunto de conciencia. Por fidelidad a su conciencia, Moro no se sentía obligado a dar "fe, fidelidad y obediencia sólo a Su Majestad el Rey, y no a ninguna otra autoridad o potentado extranjero", o sea al Papa. La carta que Moro escribe a su hija el 17 de abril de 1534 es precisa. Su lección moral y, por supuesto, política para quienes creen que su conciencia está por encima de otras imposiciones sigue vigente: Les expliqué que no era mi intención criticar el Acta o a su autor, ni tampoco el juramento o a ninguno de los que lo habían aceptado, ni condenar la conciencia de cualquier otro hombre. Pero, por lo que a mí se refería, en buena fe, mi conciencia de tal manera me movía en el asunto que, aunque no me negaría a jurar la Sucesión, no podía aceptar el juramento que ahí se me ofrecía sin poner mi alma en peligro de condenación eterna. Y que si dudaban que mi rechazo del juramento se debía tan sólo a cierta intranquilidad de mi conciencia o a algún otro capricho, estaba dispuesto a darles satisfacción en eso bajo juramento. Pero si no se fiaban de mí, entonces, ¿qué sentido tenía darme cualquier tipo de juramento? Y si pensaban que iba a jurar la verdad, confiaba entonces que por su buena voluntad no me harían tomar el juramento que me ofrecían, al percibir que hacerlo iba contra mi conciencia. Tomás Moro fue, pues, ejecutado por fidelidad a su conciencia. Y también por su conciencia fue elevado a los altares: Si no había ningún otro de mi parte sino yo solo, y todo el Parlamento de la otra, debería entonces temer mucho inclinarme hacia mi propia opinión sola contra tantos. Pero de otro lado, si en algunas cosas por las que rechazo el juramento tengo de mi lado (como creo tener) un consejo tan grande y más grande todavía, entonces no estoy obligado a cambiar mi conciencia y conformarla con el consejo de un reino en contra el consejo general de la Cristiandad. ¿Cristiandad? Sí, sí; Moro se refiere ahora al cristianismo sobre todo como una experiencia histórica. También en esto es actual. Contra quienes quieren reducir a algo insignificante la historia del cristianismo, Moro, como después harán Hegel y Bloch, muestra que la esperanza cristiana no es una apuesta más o menos razonable sino una experiencia histórica, que tiene su fundamento en la experiencia de la vida, muerte y resurrección de Cristo. Así pues, si es en el ámbito de la historia donde el cristianismo se hace relevante, entonces resulta imposible estudiar la historia de Europa, quizá la historia del mundo, sin el cristianismo, según le gustaría hacer al salvajismo "laicista" y postmoderno. En este punto, no puedo dejar de reconocer que he leído estas cartas, en algún caso releído, bajo la influencia de esos padres y alumnos que han planteado reparos de conciencia a esa nueva asignatura impuesta por el Gobierno de Zapatero que se conoce por el nombre de "Educación para la Ciudadanía". En otras palabras, si la objeción de conciencia expresada por estos ciudadanos participa de una pizca de la que llevó a la muerte a Moro, entonces doy por finiquitada la nueva materia ministerial. La edición de estas cartas de Moro es magnífica. Creo que están las mejores. Algunas son auténticas crónicas de su tiempo, especialmente de su encarcelamiento, proceso y condena a muerte. En todo caso, estas cartas serán inolvidables por la firmeza de Moro a la hora de defender su conciencia de católico. La selección es magnífica, el análisis histórico más que bueno y la edición, repito, de primera calidad; porque no sólo se presentan todas las cartas en versión bilingüe (latín-español e inglés-español), es que las anotaciones, a veces, alcanzan la calidad de una edición crítica. © Copyright Libertad Digital ANNA SARDARO: LA CORRESPONDENCIA DE TOMÁS MORO. ANÁLISIS Y COMENTARIO CRÍTICO-HISTÓRICO. Eunsa (Pamplona), 2007, 297 páginas.
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