Acaba de publicar 'La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo'. El pensador francés reinterpreta las contradicciones de las sociedades del bienestar y examina las actitudes de lo que él denomina 'turboconsumidores', que, según explica, están regidos por el vacío y se debaten entre la euforia y la depresión. En su último libro publicado en España, La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo (Anagrama), el filósofo francés Gilles Lipovetsky da otra vuelta de tuerca al análisis del consumo de masas y reinterpreta las múltiples mutaciones y contradicciones de las «sociedades del bienestar», en cuyo centro hiperactivo y acelerado se debaten, entre la depresión y la euforia, los nuevos turboconsumidores. Cuando, en 1983, la editorial Gallimard publicó La era del vacío, de Gilles Lipovetsky, la obra, pese a algunas disidencias, supuso una irradiación internacional inmediata en el ámbito de la filosofía social. Traducida a una treintena de lenguas, sigue siendo el libro de culto sobre la posmodernidad.
El discípulo y amigo de Jean-François Lyotard, compañero del grupo filosófico Socialismo o Barbarie, se propuso, en palabras de Pierre-Henri Tavoillot, realizar «una arqueología minuciosa» de los fenómenos posmodernos. «Ya ninguna ideología política es capaz de entusiasmar realmente a las masas; la sociedad posmoderna no tiene ni ídolo ni tabúes, ni siquiera una imagen gloriosa de sí misma, tampoco un proyecto histórico movilizador. Estamos ya regidos por el vacío absoluto, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis», proclamaba el filósofo.
Para algunos pensadores europeos, Lipovetsky es el heredero de Tocqueville y Foucault. El se sitúa menos en una tradición filosófica estricta y más involucrado en reinterpretar la «historia del presente» o en plantear una «filosofía social de la contemporaneidad». Sus obras no han dejado de auscultar pormenorizadamente las múltiples facetas del sujeto moderno: las modas, en El imperio de lo efímero; las metamorfosis de la sociedad posmoralista, en El crepúsculo del deber; la evolución de la condición femenina, en La tercera mujer, con el varapalo de muchas feministas.
En Los tiempos hipermodernos, Lipovetsky dictaminó el agotamiento del término posmoderno y anunció la «era hipermoderna», diagnóstico de estos años febriles nuestros de hipercapitalismo, hipermercados, hiperterrorismo, hipertextualidad, hipersubjetivismo, hiperconsumo, hiperpotencias: la modernidad elevada, para bien y para mal, a grados superlativos. En este contexto de sociedades hipertrofiadas, Lipovetsky traza un retrato complejo del homo consumericus. Y, tras las pantallas rutilantes del mundo del bienestar, el pensador francés esboza la imagen de la «felicidad herida».
Pregunta.- Su colega Pascal Bruckner, en un artículo en Le Nouvel Observateur, valora el hecho de que su última obra plantee una dimensión sombría con respecto a lo que usted llama el turboconsumo de las sociedades de la opulencia. ¿Ha dejado de ver con optimismo las mutaciones sociales de la era consumista?
Respuesta.- En realidad, me han atribuido un optimismo que no es tal. En todo caso, me he negado a hacer valoraciones apocalípticas de las sociedades modernas. Cuando yo publiqué La era del vacío allá por los años 80, en los países democráticos se estaba produciendo un proceso de liberación de los individuos frente a las coerciones colectivas. Todos estos cambios se manifestaron en las conquistas feministas, en la liberación sexual, en la ductilidad de las costumbres, en el desencanto ideológico, en la instauración sin culpabilidad de un hedonismo generalizado. Y, por supuesto, vimos alzarse todo un universo en el que la seducción y el consumo constituían el centro de la gestión social. Mis análisis trataban de mostrar las luces y sombras de esos fenómenos de enorme complejidad sin caer en la demonización.
P.- En cualquier caso, en Los tiempos hipermodernos y en este ensayo sobre el hiperconsumo, se ha producido una inflexión, digamos más dramática, en sus interpretaciones. ¿Qué ha sucedido desde los lúdicos años 80 hasta llegar a lo que usted ha llamado la sociedad de la decepción?
R.- El contexto ha cambiado por completo, y también ha cambiado nuestro estado emocional. El turbocapitalismo y la rentabilidad inmediata han tenido efectos negativos, incidiendo en la incertidumbre laboral y en la inseguridad ante las prestaciones de jubilación. Los jóvenes se preocupan por el futuro y salen a las calles para exigir empleos fijos, lejos del carpe diem de los años 80. En España, tuvo lugar la Movida; en general, en Europa, en ese remanso económico, hubo una generación que yo identifiqué con la figura de Narciso. Se vivía en la seducción del presente, olvidando el sentido histórico. Ese espíritu no ha desaparecido del todo, pero está mezclado con sentimientos de inseguridad, provocados por el terrorismo, la precariedad económica, las catástrofes, las preocupaciones sanitarias, la angustia de no alcanzar determinadas metas.
P.- Y, sin embargo, los deseos de evasión, las grandes fiestas colectivas, la democratización de la moda y los viajes, la inflación de lugares de ocio prueban que la búsqueda del placer, aunque sea efímero, sigue siendo una constante. ¿La frustración que nos embarga al mismo tiempo es la marca definitiva de una sociedad desencantada?
R.- Vivimos simultáneamente esa paradoja. En la sociedad de la distracción, cohabitan las dificultades para manejarnos en la vida con el bienestar que conlleva la democratización de elementos generadores de placer, antes sólo asequibles para unos pocos. Pero el entusiasmo liberador de los 80 ahora se da por sentado, el hedonismo ya no se vive como una utopía a conseguir y la euforia ha dado paso a la ansiedad. Nos preocupa ante todo la salud, lo que vendría a limitar algunos excesos del pasado. Por otro lado, las estadísticas demuestran que la sexualidad (pese a la proliferación de pantallas-porno) es bastante menos satisfactoria de lo que habíamos imaginado hace dos décadas.
P.- ¿Aparece entonces el consumo salvaje como un sucedáneo de las ideologías salvadoras o las religiones?
R.- Sin ninguna duda. Antiguamente, en momentos de crisis, muchas personas se refugiaban en la iglesia, y ahora lo hacen en los centros comerciales. Para luchar contra la angustia, las sociedades tradicionales contaban con la consolación religiosa. La hipermodernidad promete un paraíso con bienes de todo tipo: se nos invita a viajar, a beber buenos vinos, a comprar objetos tecnológicos, a consumir cultura, a participar en las macrofiestas, para así paliar la desmoralización. De ese modo, los momentos de placer renovados se alternan con la depresión.
P.- En varias de sus obras, contradice a ciertos sociólogos, que ven en el consumismo un intento de distinción social. Usted sostiene que el consumo hoy es emocional, y, en esa medida, también decepcionante pasado el instante de éxtasis. ¿Cómo explica entonces el fenómeno imparable de la adhesión a las marcas, sobre todo entre los jóvenes?
R.- Yo no niego del todo las tesis de Veblen sobre los gastos suntuarios como elementos de diferenciación social. Esa inclinación seguirá existiendo, no tengo ninguna duda al respecto. Pero la fase actual se distingue por una vivencia interiorizada del consumo, más que por un exhibicionismo ostentoso de los bienes. Para los jóvenes, la marca no es tanto un signo de posición social, como un movimiento mimético que les hace identificarse con su grupo. La paradoja es que, en la locura de las marcas comerciales, los jóvenes construyen su propia individualidad a partir de igualarse a grandes masas consumidoras.
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