La propaganda que tan efectivamente se empleó para estimular ataques contra España, y a la vez para levantar las naciones que le sucederían en la cumbre del poderío europeo, contribuyó en gran manera a la debilitación y declive de aquel país y de su imperio. Estas mismas propagandas y los acentuados prejuicios que provocaron o incrementaron han costado también a generaciones de españoles muchas angustias en forma de difamación y menosprecio, que continúan hasta nuestros días. Por eso, el alto precio de la hegemonía en el Viejo y Nuevo Mundo todavía se está pagando, mucho tiempo después de que la Edad de Oro española llegara a su fin. Para nosotros, los de los Estados Unidos, al enfrentarnos con la posibilidad de estar menos tiempo en la cumbre de lo que lo hicieran los españoles, las lecciones deducidas de su experiencia deberían ser aprovechadas –para estudiar, considerar e inculcar sus enseñanzas dentro de nuestra sociedad y liderato intelectual–. Si no para otra cosa, tales lecciones deberían servir para elevar nuestra capacidad de discernimiento y evaluación de las propagandas enemigas –junto con sus promotores, sus aspiraciones y sus consecuencias–. Los pueblos que están en la cima del poder necesitan de tal sabiduría. Durante mucho tiempo ha sido práctica común traer a cuento la decadencia y caída de Roma para nuestros sermones sobre los peligros latentes del gran poder. Nuestros intelectuales y dirigentes políticos harían quizá mejor en estudiar la ascensión, los logros, las deficiencias y el declive de España y de su imperio. La experiencia ibérica está mucho más cercana a nuestros tiempos y España fue el primer imperio global. Los problemas de una hinchada y ofuscada burocracia, los de inflación y bancarrota, los de intentar mantener la unidad cristiana mientras se la protegía de los duros ataques de infieles euroasiáticos, las tribulaciones, los yerros y los éxitos al llevar la civilización a pueblos inferiores y a culturas más primitivas, los intentos de compaginar el alto idealismo con las practicabilidades de la vida, los de integración racial y cultural, los de luchas internas, los períodos de magnífico valor, fortaleza y unidad de objetivos, todas estas cosas y muchas más podrían ser estudiadas y aprovechadas por los dirigentes de un poder hoy en la cumbre y con problemas parecidos. Y los triunfos y fallos del imperio portugués, al sobreextender su posición mundial, podrían también servir para ilustrarnos y tal vez para producir un poco de comprensión y simpatía hacia nuestro aliado en la NATO. Como contribución a la creciente sofisticación de nuestro pueblo, pueden ponderarse provechosamente unas cuantas comparaciones históricas con lo hispánico. Por ejemplo, nuestra propia era de poderío cumbre apenas alcanza el número de años del apogeo portugués. Y nuestro declive, que puede haber empezado ya, es muy probable que esté bien avanzado antes de que igualemos el largo record de España en la cumbre. Y nos convendría un poco de humildad (...) en nuestras escuelas, aunque seamos un gran poder. Bien podríamos vivir sin esos textos en que se encuentran odiosas y, en general, equivocadas comparaciones entre nuestro período colonial y el de la América española. Justo es reconocer que no más allá de principios del siglo pasado éramos apenas una pequeña parte del hemisferio en comparación con el coloso ibérico, que compartía por el sur y el oeste nuestro mundo americano. No es necesario para el ego nacional engrandecer nuestro pasado colonial mientras empequeñecemos a Iberoamérica, démonos por satisfechos con cualquier alabanza que pudiéramos desear en el elogio de nuestra fenomenal ascensión hacia el poder durante el siglo pasado. Es provechoso también el meditar sobre la profundidad en el tiempo y la experiencia de una civilización hispánica que floreció ya en los días de Roma, en tanto que la mayoría de nuestros antepasados nórdicos estaba todavía en relativo estado de salvajismo o barbarie, o sobre la riqueza cultural de una Iberia de la Edad Media cristiana, musulmana y judía. Esto se oculta con demasiada frecuencia en nuestros textos de historia general, que solamente con desgana hacen alusiones a cualquier hecho acaecido al sur de los Pirineos. Tampoco nos haría daño meditar sobre una Edad de Oro española, imperial e intelectual, que se mantuvo durante casi dos siglos y alcanzó un gran nivel a lo largo de casi todas las líneas del saber humano. Una edad de oro, además, cuya categoría la alcanzan pocos pueblos y a la que nuestro propio país quizá no llegará jamás. Y, entre paréntesis, una literatura dorada y una época artística que floreció durante el apogeo de la Inquisición, hecho histórico que exige mucho más cuidadoso examen y comprensión de los que hasta ahora ha recibido, especialmente en nuestro país. (...) Depurando los ecos de la Leyenda Negra en nuestra educación (...), que van con frecuencia acompañados de aquellas ofensivas comparaciones entre nuestras virtudes y los vicios y retraso hispánicos, podemos dar los pasos, demorados ya en exceso, para mejorar las condiciones de nuestra numerosa población que habla español o que originalmente lo habló. Si nuestros textos, profesores y medios de comunicación pueden ser liberados de los perjuicios de la Leyenda Negra y sus derivaciones, concediendo al mundo hispánico su debido lugar y respeto, las personas de origen hispánico podrían sentirse en verdad animadas a mantener su cabeza bien alta, a sentirse orgullosas de la grandeza del pasado del que proceden (...) Estoy de sobra convencido de que gran parte del concepto despectivo de los angloamericanos acerca de los mexicanos procede directamente de la Leyenda Negra, que inculcó en nosotros la idea de superioridad nórdica sobre los singularmente crueles e ignorantes españoles y su descendencia americana. (...) Nuestra clase culta está todavía tan sumergida en el hábito de lo que yo he calificado de "provincialismo nordatlántico", que encuentra poco interés o tiempo para un examen serio de nuestras relaciones hispánicas, y esto inhibe cualquier reajuste de nuestras opiniones sobre esos países. Así, el ya por tanto tiempo conocido forjador de opiniones Walter Lippman escribió a finales de 1960: "En nuestra corta visita al Brasil, con frecuencia me encontré teniendo que explicar por qué no había venido antes a Sudamérica y por qué había ido entonces". Su viaje nació del pánico que nos produjo la situación cubana y la hostilidad e inquietud latinoamericana tan a gritos expresada durante el desafortunado viaje del entonces vicepresidente Nixon. Parecía algo tarde para que tal brahmán hiciera una primera visita a Sudamérica; indicación segura del lugar que ese continente ocupaba en su escala de valores. (...) en nuestros textos, España y los valores ibéricos no reciben el respetuoso tratamiento dado a Inglaterra, Holanda, Francia y a otras culturas del norte de Europa, y esto perpetúa tal provincialismo. He aquí otro ejemplo de sus consecuencias, un artículo de John Crosby, columnista, acerca del estreno en Nueva York de la obra de Federico García Lorca La casa de Bernarda Alba: La eterna prisión que es el estado normal de las mujeres españolas desde el nacimiento hasta la muerte […] La pasión en España se alimenta de la depravación que aviva las llamas hasta un grado casi inconcebible para el resto de nosotros […] Y allí se encuentran todos los elementos de España –de hoy, de ayer y de siempre–: muerte, pobreza, calor, orgullo, crueldad y pasión [...] Puesto que España es casi tan extraña a nuestra naturaleza y a nuestra cultura como el Lejano Oriente –el resto de Europa parece tan comprensible como Nueva Inglaterra, comparada con España–, la obra tiene una fascinación exótica y seductora […] España, como se ve, es a duras penas una parte de "nuestra cultura" –tan remota como el Lejano Oriente–. No sé cómo explicar esta mezcla de "esnobismo" cultural y de ignorancia si no es culpando a nuestro tradicional desprecio por los valores hispánicos y a la repugnancia en hacer el esfuerzo necesario para entenderlos. Ejemplos similares de este "parroquialismo" norpirenaico pueden ser aducidos ad infinitum; sin embargo, una vez más, no es necesario beberse el barril entero para catar el vino. (...) La destrucción de la Leyenda Negra y de su larga cadena de ecos y consecuencias –aquel histórico Árbol de Odio, cuyos frutos envenenan el mundo de habla inglesa y lo privan de la capacidad de un acercamiento al mundo hispánico con justicia, con simpatía y sin prejuicios– debe ser el primer gran paso para eliminar el abismo que ahora separa las dos mayores áreas culturales del occidente. (...) La voz milenaria del pueblo español podría indicarnos el destino de aquellos que alcanzan dominio mundial y que no hacen caso a las propagandas que pueden solidificarse en forma de historia. NOTA: Este texto es un fragmento editado del capítulo noveno de LA LEYENDA NEGRA, de PHILIP W. POWELL (1913-1987), que acaba de publicar la editorial Áltera en su colección Los Grandes Engaños Históricos.
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