Víctor Kravchenko murió violentamente en 1966, como consecuencia de unas heridas de bala. Ruso, ingeniero de profesión, había ganado dinero en Perú y se había instalado en Manhattan. Su hijo nunca creyó que la muerte fuera un suicidio. Siempre mantuvo que su padre fue asesinado por los servicios secretos soviéticos. No resulta inverosímil. Desde que salió de la Unión Soviética, a mediados de los años 40, Kravchenko vivió una aventura extraordinaria. En su país –por así llamarlo– había llegado a conocer como pocos la realidad del monstruo comunista. Había nacido en una familia perseguida por el zarismo y saludó el golpe de estado leninista como una emancipación. Y se convirtió en un joven comunista comprometido y serio. Pero pronto se dio cuenta de la realidad. Sufrió persecuciones, aunque su capacidad profesional y su intuición le llevaron a salvar todos los escollos, incluida la gran purga desencadenada por Stalin tras el asesinato de Kirov, novelada con mano maestra por Victor Serge en El caso Tuláyev. Como culminación de una carrera accidentada, pero conducida con mano firme, Kravchenko consiguió ser destinado a un puesto en Washington. Ya lo tenía todo planeado. No volvería jamás a la Unión Soviética. Los últimos capítulos de Yo escogí la libertad cuentan de forma inolvidable, digna de Ninotchka –de la que, por cierto, existe una curiosísima secuela española titulada Escuela de comunismo–, los primeros días en Canadá y en Estados Unidos del grupo de rusos que acompañaban a Kravchenko: todos compartieron la misma ingenua admiración ante la abundancia y el mismo desconcierto ante una libertad que les confunde, sin que sepan qué hacer con lo que se les aparece como pura y simple "anarquía". Kravchenko sí sabía lo que quería, y en su libro relata la presión oficial de la que eran objeto los funcionarios en el extranjero, así como la persecución a la que fue sometido en cuanto dio el paso de romper con los soviéticos. No cuenta, claro está, lo que Horacio Vázquez-Rial narra en un prólogo conciso y jugoso. Y es que la publicación de Yo escogí la libertad en inglés y luego en francés provocó un proceso, un intento de repetir las purgas estalinistas en… París. Lo puso en marcha el Partido Comunista de Francia, y contó con la colaboración de parte de la plana mayor de la intelectualidad de este país, algunos de cuyos miembros habían vivido sin mayores problemas bajo la ocupación nazi. Kravchenko lo ganó, pero la propaganda comunista había logrado contrarrestar, al menos en parte, el escándalo suscitado por el libro. En Estados Unidos, Kravchenko se había dado cuenta del éxito de la mentira comunista. A pesar de la información que circuló desde el primer momento, la opinión pública occidental, incluida la norteamericana, estaba dispuesta a creerse a pies juntillas la farsa del paraíso soviético. La publicación de su libro, en 1946, constituyó un torpedo en plena línea de flotación de esa ilusión criminal. Sin ahorrar detalles, con la claridad de quien lo ha vivido todo en primera persona y la frialdad de un ingeniero, Kravchenko describe en esta autobiografía novelada su experiencia de la realidad comunista: las muertes por hambre, las arbitrariedades, la mentira sistemática, los chantajes, la represión, las torturas, los campos de concentración, la bestialidad y el envilecimiento moral a que conduce sin remedio el socialismo real. Yo escogí la libertad fue un gigantesco éxito en su tiempo. No pudo echar por tierra la mistificación comunista, pero abrió una brecha que tuvo particular importancia en la evolución de la derecha norteamericana, a la que proporcionó argumentos para elaborar una posición, firme desde entonces, contra quienes habían sido los aliados contra Hitler. Su lectura, hoy en día, sigue siendo tan apasionante como lo debió de ser a mediados de los años 40. Víctor Kravchenko, como Victor Serge o Victor Souvarin, pertenece a la generación de disidentes de antes de la guerra a los que se ya refirió Carlos Semprún en estas mismas páginas. Luego vinieron los grandes testimonios de Soljenitsin o de Shalámov, entre otros muchos. El libro de Kravchenko carece de la intensidad dolorosa, casi insoportable, de los Relatos de Kolymá de Shalámov, o de la amplitud y la profundidad humanista de las novelas y testimonios de Soljenitsin. Pero, gracias a su sencillez periodística, se lee de un tirón y nos sigue enseñando nuevos aspectos de las abominaciones cometidas en nombre de la gran utopía del siglo XX. Como libro pionero de la disidencia, Yo escogí la libertad sigue siendo una lección, casi un manual, sobre el poder de la mentira. También, por tanto, para los tiempos oscuros que nos ha tocado vivir. VÍCTOR KRAVCHENKO: YO ESCOGÍ LA LIBERTAD. Ciudadela (Madrid), 2008, 320 páginas.
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