El historiador Gabriel Jackson, un darling del pensamiento único, afirma en El País: "el mercado no se preocupa por el destino de los individuos". Y añade: "el mercado, si no se regula, es completamente amoral...la competencia de mercado decide qué productos son los más atractivos para los consumidores...la crisis de las hipotecas basura...es un ejemplo perfecto de la amoralidad del mercado".
Es característica de los enemigos de la libertad la negación de la responsabilidad individual. Así, los individuos no pueden preocuparse por su destino, porque son obviamente irresponsables. Entonces, "el mercado" es visto como una entidad separada de las personas, a la que se adjudican toda suerte de deficiencias, para no tener que confesar abiertamente la tesis fundamental: como la gente es idiota, alguien tiene que preocuparse por ella. No pueden ser libres (o sea, el mercado) y por tanto es la alternativa la que vale, y la alternativa de la libertad es la coacción. Quienes deben preocuparse por el destino de los individuos no pueden ser los individuos libres, con lo cual el protagonismo debe ser para quien encarna la coacción: el poder político y legislativo.
Para sostener una tesis tan paternalista, repito, hay que despreciar al individuo, que no es capaz de elegir lo que le resulta más atractivo consumir. Como en realidad no es libre, sus decisiones no pueden ser morales, porque la moral es siempre voluntaria. Eso es lo que quieren decir los enemigos de la libertad cuando dicen que el mercado –o sea, la gente libre, la única que puede tener y tiene sentido moral– es amoral.
Si la libertad es amoral, entonces su opuesto es quien está provisto de sentido moral. Y de ahí la conclusión de que el Estado es quien encarna la ética. Tan disparatada noción debe ser acolchada por la ficción de que todo contratiempo es derivado de la libertad. Así, cuando aparecen los problemas en unos regímenes bancarios regulados públicamente dentro unos sistemas monetarios monopólicos y públicos, la corrección política corre en busca del obvio culpable: el mercado, es decir, la libertad.
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