En la edición electrónica de La Vanguardia, de Barcelona, se ofrece a los lectores la posibilidad de votar en diversas encuestas de actualidad. Una de las encuestas pregunta textualmente: «En el conflicto de Oriente Medio, ¿quién cree usted que tiene razón? A) Israel. B) Los palestinos.» En los últimos días, los resultados de la encuesta —oscilantes en semanas anteriores— se han estabilizado en aproximadamente dos tercios a favor de los palestinos y un tercio a favor de Israel. Pero no es éste, a mi modo de ver, el dato más interesante. Esta encuesta aparece al lado de otras muchas, vinculadas a temas próximos y que ocupan grandes espacios en las páginas de actualidad: el terrorismo de ETA, el conflicto del Ulster, Gibraltar, temas de política y sociedad... Entre todos estos temas de encuesta, el que obtiene de largo mayor número de votantes es el que se refiere a Israel y los palestinos. Y las diferencias son más que sustanciales. En la encuesta sobre Próximo Oriente se han emitido aproximadamente 1.200.000 votos. En la que le sigue en número de votos, relacionada con el derecho de autodeterminación de Euskadi, han participado unos 125.000 votantes. Una décima parte. En la que se refiere al futuro de Gibraltar, unos 50.000. En encuestas de temas importantes de política interior o de carácter social, alrededor de 30.000. En cuestiones de política internacional, como el conflicto de Irlanda del Norte o la posibilidad de un bombardeo norteamericano sobre Irak, alrededor de 8.000 votos.
¿Qué tiene de especial el conflicto del Próximo Oriente para conseguir este grado de movilización de la opinión pública, este grado de implicación? ¿Por qué unos ciudadanos que en principio no están directamente implicados en este conflicto sienten la necesidad de conectarse a una encuesta electrónica y manifestar espontáneamente su posición? Y lo hacen, en relación con el conflicto entre Israel y los palestinos, diez veces más que en torno a conflictos próximos y propios, que figuran entre sus principales preocupaciones cotidianas, como es el problema vasco, y cien veces más que en torno a cualquier otro conflicto internacional. Nada parece movilizar tanto, polarizar tanto, implicar tanto a la opinión pública como un conflicto ajeno y complejo, pero ante el cual todo el mundo parece haber tomado partido, todo el mundo parece haber decidido quién tiene y quién no tiene razón. ¿Por qué? Ciertamente, en el Próximo Oriente hay violencia, pero la hay también en otras partes del mundo, y con consecuencias humanas todavía más graves. Ciertamente, en el Próximo Oriente hay situaciones de injusticia, pero seguro que no por encima y probablemente muy por debajo de las que puede haber en otros conflictos. Ciertamente, lo que pasa en el Próximo Oriente nos afecta y nos es cercano, pero eran más cercanos los conflictos balcánico o irlandés y no dieron lugar a la misma implicación. Ciertamente, en el Próximo Oriente parece que choquen civilizaciones, pero también lo puede parecer en Cachemira, en Sri Lanka o en Bosnia. LA IMAGEN DE ISRAEL Y LA IMAGEN DE LO JUDÍO Personalmente, tengo la convicción de que lo que tiene de especial el problema del Próximo Oriente, lo que lo diferencia de cualquier otro conflicto, lo que explica el grado de pasión que provoca, es que en él participa el hecho judío. Lo que apasiona no es la zona del planeta: ni la guerra entre Irak e Irán ni la guerra civil libanesa, en lo que tenía de autónoma respecto del conflicto árabe-israelí, suscitaron este grado de implicación. Lo que explica este nivel de pasión es que en el conflicto del Próximo Oriente se proyecta un elemento central y esencial de la cultura occidental a lo largo de casi dos mil años: la relación con lo judío. Para nosotros, para todo el conjunto del mundo occidental —incluida España, a pesar de ser un territorio sin judíos—, el debate sobre lo judío, el antisemitismo, el filojudaísmo, no han sido cuestiones exteriores, sino absolutamente internas, centrales en la propia definición y la propia identidad. En un cierto sentido, el debate sobre el Próximo Oriente —o, mejor dicho, aquello que el debate sobre el Próximo Oriente tiene de especial, de excepcional, de añadido de pasión y de implicación— es la prolongación del viejo debate sobre lo judío. Sin este componente, el conflicto del Próximo Oriente sería para nosotros como el de Cachemira o el de Irlanda del Norte o el del Timor Oriental: importantes, apasionantes, pero con ocho mil votos en la encuesta de La Vanguardia. Lo que le lleva, a mi modo de ver, hasta el millón largo de votos es la polarización en torno a lo judío, la herencia de más de mil años de debate en torno a uno de los componentes esenciales de nuestro paisaje cultural. Dicho en otras palabras, un porcentaje importante de la reprobación que existe respecto del Estado de Israel —respecto de su política, pero sobre todo respecto de su propia existencia—, tanto en el mundo occidental como en el mundo musulmán, se debe atribuir al hecho de ser precisamente el Estado judío. Tal vez sea injusto decir que detrás de cada antisionista hay un antisemita. Pero me parece evidente que el antisionismo adquiere el volumen que tiene en Occidente y en el mundo musulmán porque el antisemitismo suma elementos de rechazo a los elementos críticos que existirían respecto de Israel si no fuese el Estado judío. No todo antisionista es un antisemita, pero el antisemitismo es una de las puertas —y probablemente de las más concurridas— por las que se accede al antisionismo. Hay sin duda en el mundo Estados más injustos que Israel, políticas más totalitarias y más discriminadoras, regímenes más alejados de los valores democráticos que decimos defender. Ejemplos de estos Estados que merecen un alto grado de reprobación los encontraríamos sin ninguna dificultad en todo el planeta, pero particularmente en la zona del Próximo Oriente. El rechazo a Israel adquiere el volumen y el apasionamiento que demuestra la encuesta que mencionaba al principio, no tanto por ser un Estado discutiblemente injusto, un Estado más o menos alineado en uno de los bandos de la guerra fría, un Estado con políticas debatibles, sino, sobre todo, por ser el Estado judío. Se proyecta sobre Israel el rechazo y la simpatía sobre lo judío que el mundo occidental y el mundo musulmán han construido a lo largo de los últimos mil años y que forman una parte central de su cultura. UNA REPROBACIÓN AÑADIDA: LOS REFLEJOS EN EL LENGUAJE El lenguaje, siempre tan revelador, transparenta de una forma muy evidente esta proyección de la vieja cuestión judía en la valoración política del Próximo Oriente. No hay entrevista con cualquier personalidad judía del mundo, por poco vinculada que esté biográficamente y temáticamente con el problema del Próximo Oriente, en la que no se le pregunte qué piensa del conflicto árabe-israelí. Directores de orquesta, científicos, actores, escritores judíos, sean argentinos, norteamericanos o de cualquier otro lugar, tienen siempre como una pregunta fija de sus cuestionarios el posicionamiento respecto al Próximo Oriente. Ante la inauguración de una exposición sobre la vida judía en la Cataluña de la Edad Media, los oradores se sienten obligados a subrayar que esta evocación no supone un apoyo al actual estado de Israel y a su política. Evidentemente, cuando se entrevista a un escritor católico no se le pregunta imprescindiblemente sobre el conflicto entre católicos y protestantes en el Ulster o entre católicos y ortodoxos en los Balcanes. Cuando se entrevista a un músico musulmán no se considera imprescindible conocer su posición sobre Cachemira. Cuando se inaugura una exposición sobre los monasterios medievales nadie se considera en la obligación de decir que no se trata de una forma de apoyo al tribunal de la Inquisición o a la posición del Vaticano respecto a los anticonceptivos, pongamos por caso. Pero lo judío se presenta siempre íntimamente, inevitablemente asociado a Israel, aunque estemos hablando del Holocausto, de las comunidades medievales o de la música sinfónica ejecutada por judíos. En el universo de los entrevistadores, de los periodistas —es decir, de las sociedades a las que los periodistas representan—, Israel y judeidad son lo mismo, un continuo histórico, una totalidad indisociable. Como decía, el lenguaje siempre acaba transparentando los mitos, las creencias profundas. Incluso hasta el ridículo. En el conflicto del Próximo Oriente se acaba hablando de los tanques judíos, de los helicópteros judíos, de los bulldozers judíos. Que yo recuerde, en la guerra de los Balcanes —por hablar de una guerra en la que se podían establecer en apariencia fronteras religiosas entre los contendientes— nadie hablaba de las bombas católicas o de los bombarderos ortodoxos. ¿Qué debe ser un tanque para ser judío? No es fácil saberlo. Hace algunos meses, un periódico titulaba así una noticia: «Cuatro soldados hebreos mueren en un atentado árabe». En el cuerpo del artículo se nos informaba de que los soldados muertos eran de hecho árabes israelíes, beduinos musulmanes que servían en el ejército de Israel. La falsedad manifiesta del titular transparenta, a mi modo de ver, tres constantes en el tratamiento del conflicto del Próximo Oriente. La primera, la ignorancia. La segunda, la voluntad de simplificación, de presentar una realidad sencilla y en blanco y negro —los judíos oprimen a los árabes—, contra la complejidad que la propia noticia representaba. El lector prefiere creer que entiende el conflicto antes que reconocer su complejidad. Si se le hubiese dicho: «Cuatro soldados árabes mueren en un atentado árabe», no habría entendido nada. Si se le dice: «Cuatro soldados hebreos mueren en un atentado árabe», cree entenderlo. El único problema es que no es verdad. Y, en tercer lugar, el titular transparenta la unificación ideológica entre lo judío y lo israelí, hasta tal punto que para el periodista un árabe israelí se convierte, en la medida en que es israelí, también en judío, también en hebreo. Los ejemplos de esta confusión voluntaria son frecuentes y a menudo dolorosos. Recuerdo una crónica de un crítico particularmente sectario —que había criticado duramente La lista de Schindler por sionista y por ser una expresión de la conspiración judía mundial— que me pareció especialmente lamentable. A la hora de comentar el veredicto del Festival de Cannes que concedía el premio principal a una película de Roman Polanski sobre la destrucción nazi del gueto de Varsovia, el periodista se quejaba de la injusticia de la decisión y de su carácter intolerable en el marco de la situación del Próximo Oriente. ¿Qué tiene que ver la destrucción del gueto de Varsovia con la situación del Próximo Oriente? Pues simplemente que en un caso y en otro aparecen judíos. Recordar el Holocausto pasa a ser, para estos nuevos antisemitas, tomar posición en el conflicto del Próximo Oriente. Y en la medida que el antisionismo-antisemitismo ha dictaminado que lo que ocurre en el Próximo Oriente es un crimen israelí, recordar a las víctimas de los holocaustos equivale a convertirse en cómplice de un crimen. Una verdadera locura. Por tanto, seguro que hay personas que se incorporan a la condena de Israel porque consideran que su existencia o su política son injustas. Pero hay en el mundo muchas más injusticias. Seguro que hay personas que se suman a esta condena porque delegan en el combatiente palestino una cierta épica revolucionaria. Pero hay otras causas en el mundo. Seguro que hay personas que son antisionistas porque son en general antioccidentalistas y antinorteamericanas y establecen un parangón entre los tres conceptos. Pero hay muchos más países en el mundo alineados con los Estados Unidos y, además, Israel nació con el respaldo del bloque entonces soviético. Por tanto, todo esto existe y sería injusto negarlo. Pero me parece que tampoco se puede negar que hay personas que condenan a Israel porque recelan de lo judío, porque participan de una manera u otra de la idea de la conspiración judía —«los judíos dominan la banca» o «los judíos dominan los medios de comunicación»— que nutre al antisemitismo desde los tiempos del Santo Niño de la Guardia hasta el 11 de Septiembre del 2001, pasando por los Protocolos de los sabios de Sión. Una parte de la condena añadida a Israel, una parte de lo que convierte la cuestión del Próximo Oriente en central y apasionada, es que el viejo antisemitismo se ha transmutado en antisionismo, de manera que se mantiene viva una de las corrientes más potentes de la cultura occidental —y también de la cultura musulmana— de los últimos mil años. No todo antisionista es un antisemita. Pero todo antisemita es antisionista. A veces, cuando la memoria reciente del Holocausto provoca una mínima vergüenza, el antisemita sustituye el antisemitismo antipático por un antisionismo simpático y aplaudido. Otras veces, simplemente lo suma: el antisionismo se presenta asociado a la idea del revisionismo o a la de la conspiración universal judía. ANTISEMITISMO Y ANTISIONISMO EN LAS SOCIEDADES ESPAÑOLAS La fuerza histórica, la centralidad del posicionamiento respecto de lo judío, puede detectarse incluso en sociedades sin judíos, como ha sido durante siglos la española. Y sin duda participa en la percepción presente del conflicto del Próximo Oriente. Los reinos hispánicos expulsaron a los judíos en el siglo XV y no han vuelto a tener comunidades importantes hasta entrado el siglo XX. Pero en el período intermedio el posicionamiento respecto de judíos y conversos ha sido central en el debate político e intelectual hispánico y se encuentra en la base, por ejemplo, de buena parte de la creación cultural barroca, magnífica desde el punto de vista artístico, enormemente reaccionaria desde el punto de vista político. A partir de un viejo antisemitismo religioso —el rechazo al pueblo deicida—, desde el barroco hasta el siglo XX se va construyendo un antisemitismo ideológico que afecta tanto al prototipo del judío como a la realidad progresivamente difuminada del converso. Por decirlo de un modo rápido, entre el siglo XVI y el XX el judío pasa a ser el paradigma del pueblo económico y mercantil y se asocia con los valores de una modernidad peligrosa: la ciencia, el racionalismo, el materialismo —capitalista o marxista—, la ciudad, la industria... Los ejemplos literarios, desde Quevedo hasta Baroja, son apasionantes y no hay espacio aquí para recorrerlos de una manera pormenorizada. Baste como resumen una idea esencial: hay un pensamiento español que antepone el propio sistema de valores, centrado en el honor y el misticismo, con un sistema de valores contrario, centrado en el dinero y el racionalismo, del que el judío sería el máximo arquetipo. Este pensamiento español tiene una rama abiertamente reaccionaria, que llega hasta los teóricos de la Falange —de fuertes componentes antisemitas— y tiene una rama radical que simpatiza con el anarquismo y que se proclama también antimercantilista, contraria a los valores de la modernidad digamos burguesa. Las referencias a lo judío en Agustín de Foxá o en Valle-Inclán podrían ilustrar esta doble vía del antisemitismo hispánico. En una concepción de la historia en la que se enfrentan siempre —desde la guerra del 98 hasta la propia guerra civil española— «un pueblo noble de guerreros», como es España, con una «raza vil de mercaderes», de la que el mundo judío sería la máxima expresión, no es extraño que la percepción contemporánea del estado de Israel quede teñida por los viejos tópicos antisemitas. Recomiendo especialmente la lectura de un poema de Agustín de Foxá titulado «Romance de Abdelacid», en el que el poeta falangista canta a las tropas marroquíes que combaten al lado de Franco porque considera que unos y otros, franquistas y marroquíes, tienen un combate común en nombre de la concepción religiosa y mística del mundo, frente a un mismo enemigo: «Que al otro lado del monte/ los hombres sin Dios te aguardan/ con tanques de oro judío/ y cien banderas de Asia.» Para el pensamiento conservador español, la España católica y el mundo islámico —e incluso el judío sefardita, rural y pintoresco— serían los defensores de un viejo orden teocrático, preindustrial, premoderno, mientras que enfrente existiría una modernidad presidida por la ciencia, la racionalidad y el mercantilismo —capitalista o marxista, tanto da—, específicamente judío y más concretamente judío centroeuropeo. No es extraño entonces que, ya en nuestros días, se levanten contra Israel todas las voces antioccidentalistas, contrarias por la derecha o por la izquierda a lo que se podría llamar la modernidad burguesa, todos los misticismos religiosos y pararreligiosos que hacen bandera de la crítica al racionalismo. El paso de la «conjura judeo-masónica», presente siempre en el lenguaje franquista, al antisionismo es sencillo: hay una continuidad en el antioccidentalismo, en el rechazo a los valores de la democracia moderna, en la visión conspirativa de la historia, en la que el judío es siempre el conspirador por excelencia, desde los Protocolos de los sabios de Sión hasta el lobby judío de Washington o de Hollywood. También es cierto que, entre nosotros, muchas de las actitudes favorables al Estado de Israel nacen de esta misma lógica, presentada en el espejo. En la medida en que hay un pensamiento que identifica a lo judío —y a lo israelí— con los valores de la modernidad, hay quien se convierte en filosemita o en filosionista precisamente porque comparte estos valores. En este sentido, es curioso el caso catalán. Cataluña comienza el siglo con un antisemitismo religioso y conservador generalizado. El trobador català, un poemario patriótico de principios de siglo, recoge un poema titulado «Anem a matar jueus» en el que se glosa una costumbre viva hasta hace pocos años: «matar» simbólicamente judíos con mazas y carracas en Viernes Santo. Pero a lo largo del siglo el pensamiento conservador español va identificando de forma progresiva a los catalanes con los judíos. Para Pío Baroja, los catalanes son los judíos de España, y no es un elogio. La Lliga de Cambó, pero también la Esquerra de Companys, es presentada como un producto político típicamente judío. Valle-Inclán habla de la Barcelona semítica. A partir de esta identificación, después del Holocausto y de la guerra civil española, una parte de la opinión pública catalana hace suya la metáfora: si a los catalanes se nos acusa de judíos porque compartimos el sistema de valores de la modernidad —ciencia, trabajo, industria, ciudad— con los judíos, hagamos de ellos la metáfora de nuestra situación o incluso de nuestra derrota. Nace un filosemitismo que ha pervivido muchos años y es todavía parcialmente visible, a partir del cual Cataluña concentra unas actitudes de simpatía hacia Israel por encima de España e incluso sorprendentes en el ámbito europeo. Algunas prosas de Gaziel o la poesía de Salvador Espriu —que escribe desde el pueblo judío: «Ara, rossí de lladres, poble meu Israel...»— nacerían en este contexto. Por tanto, parece claro que, en muchísimos casos, cuando hablamos de Israel estamos, de hecho, hablando de lo judío. Que nuestra percepción de Israel y nuestra actitud respecto a Israel son de hecho nuestra percepción y nuestra actitud ante la cuestión judía. No es nada nuevo: en las duras posiciones de Jean Genet sobre el conflicto palestino-israelí no es difícil encontrar los prejuicios ante lo judío, que le llevan precisamente a escoger este conflicto como algo central en la propia vida. Porque, de hecho, el argumento tiene continuación: cuando hablamos de los judíos —por ejemplo en la sociedades españolas, donde el papel directo y visible de un mundo judío de carne y hueso ha sido mínimo en cinco siglos— estamos hablando de hecho de nosotros mismos, de nuestro sistema de valores, de lo que somos, de lo que creemos ser y de lo que queremos ser. Ante el conflicto entre Paquistán y la India —tan parecido en muchas cosas, como la cronología o el papel británico, al del Próximo Oriente—, la opinión pública occidental no se siente interpelada directamente, no escoge sentimentalmente un bando por razones propias ni de enorme calado histórico. Y vive por tanto las tragedias de este conflicto como tragedias lejanas y ajenas. El impacto de los desplazados en el 48 en el subcontinente indio es infinitamente menor que el de los desplazados en el Próximo Oriente. Y no es sólo proximidad geográfica: la guerra civil libanesa o el enfrentamiento entre Irán e Irak no provocan en la opinión pública occidental las emociones, el apasionamiento y la voluntad de implicación que inspira el conflicto árabe-israelí. Son, en cierto sentido, conflictos ajenos. El del Próximo Oriente es un conflicto propio. Es, de hecho, una guerra civil ideológica y sentimental en cada país, que se proyecta sobre un espacio cargado de simbolismo y de significación. CONFLICTO EN LA DISTANCIA: UNA ÉPICA POR DELEGACIÓN Dentro de este marco de mayor implicación y de mayor apasionamiento, el conflicto del Próximo Oriente permite a las opiniones públicas occidentales otra operación que sin duda participa en los posicionamientos que podemos observar todos los días en los medios: la posibilidad de participar, por delegación, en una épica revolucionaria, la sensación de tomar partido activo en una causa clara y justa. En este sentido, la opinión pública internacional demanda conflictos de apariencia comprensible, no excesivamente complejos, aparentemente explicables a partir de un enfrentamiento transparente entre el bien y el mal. Conflictos como el del Líbano resultan difícilmente comprensibles o explicables: los actores son complejos y desconocidos, la narrativa parece confusa, las causas, indefinidas. En cambio, el conflicto del Próximo Oriente permite una Vulgata sencilla y comprensible, con actores conocidos y sobre los que existe un arquetipo previo. En esta narración básica del problema del Próximo Oriente existe un conflicto, porque los judíos se han instalado en tierra árabe. O, en otras palabras, tras la Segunda Guerra Mundial, Europa manda a sus judíos a Palestina, sin saber que en Palestina ya vivían árabes. Este desplazamiento, esta sustitución de población, esta expulsión de los árabes palestinos que estaban en sus casas por judíos enviados desde Europa, ofrece una narración sencilla y comprensible del problema. En ella, además, todo el mundo cumple a la perfección el papel asignado: los árabes cumplen el papel de pueblo agrícola del Tercer Mundo que viviría en un paraíso idílico sin la intromisión de Occidente, los judíos desempeñan el papel habitual de nómadas desarraigados, de representantes de la civilización burguesa europea en el centro de un mundo premoderno ordenado por la religión, y la victoria judía es explicable por alguna de las formas de conspiración —imperialismo norteamericano, lobby judío internacional, etcétera— que corresponde a su papel. La narración es altamente satisfactoria: clara, contrastada y con los papeles bien distribuidos. Ciertamente, esta narración tiene un problema: no es cierta. O, si se prefiere, no contempla todos los datos de la realidad. Hay judíos en Palestina desde siempre. La creación de Israel no hubiera sido posible sin el apoyo de la Unión Soviética. El mundo árabe posee una enorme complejidad. Hay árabes israelíes. Hay árabes drusos que pertenecen a la oficialidad del ejército israelí. La guerra del 48 ocasionó movimientos de población en las dos direcciones. Los movimientos de población y los refugiados provocados por la guerra del 48 serían perfectamente comparables con los que provocaron los conflictos greco-turco o indo-paquistaní, pero en estos casos no se han fosilizado los problemas de los refugiados... En cualquier caso, los factores que ilustran la complejidad del conflicto suelen tomarse poco en cuenta, mientras se subrayan —para esta necesidad de épica por delegación— todos los factores que ilustrarían la existencia de un conflicto sencillo y claro, con unos culpables perfectamente establecidos. Los conflictos complejos resultan poco épicos. Las realidades próximas suelen estar llenas de matices. Para el Oriente Próximo se ha elaborado una versión simplificada de la historia que permite una implicación épica en la distancia perfectamente adecuada. Desde el mundo árabe se ha alimentado, para el consumo interno —sobre todo—, pero también para el consumo exterior, una visión épica del conflicto, en la que aparecen muy a menudo términos políticos premodernos, que no aceptaríamos fácilmente en un debate político europeo, pero que se asumen a la perfección en el debate del Próximo Oriente. El mundo judío, e Israel como su representación moderna, se asocia a los valores de la modernidad: los intereses, la geopolítica, el racionalismo, la economía. Por el contrario, el mundo árabe queda asociado a los valores —más calderonianos, diríamos en la tradición de la literatura castellana— del honor, del martirio, del irredentismo, de la religiosidad. La misma expresión «tierra árabe» —como si la tierra fuese alguna cosa distinta a la población que vive en ella— no tendría equivalentes políticamente correctos en el debate europeo u occidental, pero es perfectamente aplicable al conflicto del Próximo Oriente. Dicho de otro modo, en el conflicto del Próximo Oriente chocan dos lenguajes, dos concepciones del mundo, dos formulaciones políticas. Israel aparece y asume el lenguaje del mundo occidental, racionalista, en el que es posible apelar a los intereses y, en la medida en que los intereses son contradictorios, es posible la negociación. El mundo árabe, y muy especialmente el liderazgo palestino, propone un lenguaje épico, poético, trufado de misticismos patrióticos y religiosos. Una parte del mundo occidental que añora o desea estos valores místicos, desde la derecha o desde la izquierda, que se enfrenta teóricamente con los valores democrático-burgueses de su propia sociedad, pero que vive dentro de ellos con un determinado grado de contradicción, encuentra en la causa árabe y en su lenguaje una forma cómoda y poco comprometida de vivir épicamente. En casa, el bienestar y la racionalidad impiden llevar a cabo la revolución pendiente o la revolución soñada. La causa palestina les permite un desahogo épico por delegación. LA VÍA NEGOCIADA: HACE FALTA UN MICHAEL COLLINS Tal vez es esta necesidad de un discurso épico, esta voluntad de alimentar la épica por delegación, este estar prisioneros del propio discurso, lo que ha llevado a la mayoría de los dirigentes del mundo árabe y especialmente del mundo palestino a no asumir en ningún caso un papel que resultaría imprescindible para la solución negociada del conflicto: el que podríamos llamar, para utilizar una metáfora popularizada por el cine, la función de Michael Collins en el conflicto irlandés. Recordemos el caso o, si prefieren, la película. Michael Collins es uno de los líderes de la insurrección irlandesa contra los británicos. Dirige militarmente, con éxito, la insurrección. Pero hay un momento en el que es necesario negociar, y negociar implica ceder. La plena victoria militar parece imposible. Hay que escoger: conseguir una buena parte de los propios objetivos a través de un acuerdo —aunque se deba renunciar a otros objetivos que se consideraban también esenciales— o eternizar un conflicto armado sin salida. Michael Collins negocia con los británicos la independencia de Irlanda, pero cede respecto a la soberanía de los condados del Norte. Algunos de los suyos lo consideran un traidor. Gracias a él, Irlanda es independiente. Pero acaba asesinado por los suyos, porque ha negociado y ha cedido. Sin negociación, probablemente los suyos no habrían obtenido nada. Pero paga con su vida el hecho de haber negociado. Probablemente todo conflicto armado termina con la victoria militar de una de las partes o precisa de algún Michael Collins. Cualquier salida negociada a un conflicto exige que cada una de las partes abandone alguna de sus posiciones de salida y esto, casi inevitablemente, será considerado por los propios como una traición. Lo más difícil de las negociaciones no es llegar a un acuerdo con la otra parte, sino convencer a la propia parte de que las renuncias valen la pena, de que se obtiene más de lo que se deja. El conflicto del Próximo Oriente ha tenido sus Michael Collins. Lo fue evidentemente Sadat. Lo fue también Rabin. En los dos casos se cumplen perfectamente todos los paralelismos con Michael Collins: se sientan a una mesa de negociación después de haber sido líderes militares e incluso líderes militares victoriosos. Rabin es el vencedor de la guerra de los Seis Días. Sadat, quien provoca con la guerra del Yom Kipur la sensación de que Israel no es militarmente invencible. Pero en los dos casos, convencidos de que la victoria militar absoluta es imposible, se sientan a una mesa de negociaciones y toman decisiones duras que su propio bando, o los más extremistas de su bando, no están dispuestos a aceptar. Uno y otro acaban muriendo en manos de personas de su propio lado, que les reprochan la teórica traición. En la estética política calderoniana, en la concepción de la política en la que «más vale honra sin barcos que barcos sin honra», Collins, Sadat y Rabin no son personajes simpáticos. Son personajes que ceden, personajes que a ojos de algunos de los suyos rozan la traición. Pero son los personajes que hacen posible la paz. En una concepción pragmática y no religiosa de la política, son personajes capitales. En una concepción irredentista, calderoniana, barroca de la política, en la que lo que importa no son las soluciones prácticas sino las grandes palabras altisonantes, la épica de la resistencia y la revolución a partir de verdades reveladas e incontrovertibles, los líderes políticos son los que no ceden, los que no se enfrentan nunca contra los suyos, los que no abandonan ni un palmo de terreno, físico ni ideológico. La parte de la opinión pública occidental que ha escogido la causa palestina para ejercer su derecho a la épica por delegación ha preferido liderazgos de este tipo y ha comprendido perfectamente a aquel líder de Hamás que —en perfecta sintonía con la Vulgata sobre el Próximo Oriente— afirmaba hace poco que el conflicto sólo tendría solución cuando los judíos volviesen a sus países. Y los líderes de una buena parte del mundo árabe —incluido el palestino— han optado también por esta vía del liderazgo heroico, de la épica de los mártires. El ejemplo de Sadat no ha tenido seguidores. No hace falta que acabaran como él. Barak siguió el ejemplo de Rabin y esto significó solamente su muerte política, acelerada por Arafat. Pero han faltado líderes capaces de volver a casa diciendo que una parte del viejo sueño es imposible y que tener mucho significa renunciar a algo. O que no renunciar a nada puede significar quedarse finalmente sin nada. Arafat no ha querido ser Collins ni Rabin ni Sadat. Humanamente es comprensible. Políticamente, el resultado ha sido desastroso. Arafat no ha querido renunciar a nada, siempre ha dejado la puerta abierta para todo. Tuve ocasión de entrevistar a Arafat hace tiempo en Túnez, de madrugada. Es un personaje sin duda interesante. Me sorprendió su inmensa ambigüedad. No creo que la ambigüedad sea necesariamente un defecto para un político. Pero Arafat, ante preguntas concretas y tangibles, optaba por respuestas metafóricas, poéticas, a la manera del oráculo de Delfos. ¿Estaría dispuesto a negociar Jerusalén? Ni sí ni no, sino todo lo contrario. Arafat ha querido siempre estar con los moderados, guiñando un ojo a los radicales, sin que la historia pueda decir nunca que él ha cedido una parte del sueño del pueblo palestino. En Camp David estaba a punto de conseguirse la paz. Los israelíes cedían en cosas que serían difíciles de explicar a su propio pueblo. Por ejemplo, en la cuestión de Jerusalén. Si Arafat cedía parcialmente en el tema de los refugiados, el acuerdo era posible. Arafat no cedió. Al final se atrincheró en un aspecto para hacer imposible un acuerdo con cesiones mutuas. Lo habría hecho más antipático a los ojos de los suyos, lo habría enfrentado con Hamás, habría acabado con el mito del líder carismático e inflexible que exigen los que proyectan en Palestina su ración de épica delegada. Pero tal vez hubiéramos tenido la paz. En cualquier caso, sobre el conflicto del Próximo Oriente son posibles tantos debates y tantas controversias como respecto de cualquier otro conflicto complejo de política internacional. Pero el hecho objetivo es que, en la práctica, éste es el tema más debatido, con más pasión y con mayor implicación. ¿De qué habamos cuando hablamos de Israel? Probablemente de nosotros mismos, de aspectos fundamentales de nuestra cultura y de nuestra personalidad, de algunos de los grandes debates que nos afectan y que se encarnan en este conflicto. Y, en cualquier caso, hablamos de lo judío, de nuestros mitos y nuestras esperanzas sobre el mundo judío, construidos a lo largo de dos mil años de historia convulsa. Sería difícil de imaginar que una pulsión tan potente en la cultura occidental como ha sido el antisemitismo muriese de golpe después del Holocausto. Una parte de este antisemitismo se ha reencarnado en una parte del antisionismo. Una parte del rechazo histórico a lo judío se ha reencarnado en el rechazo añadido hacia lo israelí. Ciertamente, esto no explica todas las críticas, no ya a la política de Israel, sino a su simple existencia. Pero probablemente explica la intensidad, el volumen, la excepcionalidad que se suma a estas críticas y algunas de las formas que adopta. Comentábamos al principio unas encuestas de La Vanguardia. Por su parte, El Periódico de Catalunya tiene abiertos una veintena larga de foros sobre temas de actualidad. El que se dedica al conflicto árabe-israelí no es el que tiene mayor participación: lo superan el dedicado a ETA y el que habla de los problemas de la inmigración. Pero, por descontado, el conflicto del Próximo Oriente está por encima de cualquier cuestión de política internacional, de deportes, de espectáculos... En el foro sobre ETA se encuentran intervenciones de una extremada violencia verbal. Pero sólo en el foro sobre el Próximo Oriente los organizadores se han visto en la obligación de colocar un aviso contundente: «El Periódico informa a todos los usuarios de este foro que debido a la avalancha de comentarios ofensivos e insultantes, y ante el nulo caso hecho a las peticiones de moderación y corrección, nos vemos obligados a convertir este foro en un espacio moderado. Los comentarios dejan de publicarse automáticamente.» ¿De qué debemos de estar hablando cuando hablamos —así— de Israel? Permalink 28.08.08 @ 15:35
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