"Para llevar un Estado desde el grado más bajo de la barbarie hasta la máxima opulencia se necesita bien poco aparte de paz, impuestos bajos y una razonable administración de la justicia". Adam Smith estuvo básicamente en lo correcto al describir las condiciones previas que son esenciales para una amplia prosperidad económica.
Pero si la actual agitación financiera nos enseña algo, debería ser cuánto depende el capitalismo de que una mayoría de personas desarrolle y se pliegue a ciertas virtudes morales poco controvertidas.
El mismo Smith tuvo eso muy presente en todo momento. Por eso su libro La Riqueza de las Naciones (1776) siempre debería leerse teniendo en cuenta su tratado La Teoría de los Sentimientos Morales, escrito en 1759.
Claro que muchos factores económicos están detrás de esta debacle financiera. Éstos incluyen una política monetaria relajada, el masivo apalancamiento bancario y la implosión de las hipotecas de alto riesgo, por no mencionar los programas de la ingeniería social llevados a cabo a través de esos mastodontes patrocinados por el Gobierno y al más puro estilo del New Deal conocidos como Fannie Mae y Freddie Mac.
No importa que el libre mercado literalmente haya sacado de la pobreza a cientos de millones de indios y chinos en las últimas décadas. En su lugar, tenemos que oír a europeos continentales como el ministro de Hacienda de Alemania, Peer Steinbrück, proclamar en alta voz que el "capitalismo anglosajón" está acabado, mientras que alegremente ignora el hecho de que muchas de las economías dirigistas de la Unión Europea están de camino a la recesión o ya están en recesión.
Sin embargo, un hecho poco debatido es que la crisis financiera también ha sido alimentada por los generalizados deslices morales que se han manifestado tanto en Wall Street como en Main Street.
Un ejemplo es el fiasco de las hipotecas de alto riesgo, también conocidas como subprime. Ahora venimos a enterarnos de que miles de prestatarios de Main Street mintieron sobre sus ingresos, sus activos y sus pasivos a la hora de solicitar préstamos subprime. Asimismo, muchos prestamistas no hicieron los deberes más elementales a la hora de controlar el historial crediticio de sus clientes.
La temeridad también está entre los pecados que han provocado las actuales turbulencias financieras. En Main Street miles de inversores se hipotecaron asumiendo de forma enormemente imprudente que los precios de la vivienda sólo podrían continuar subiendo. Mientras tanto en Wall Street, los bancos de inversión abusaron del apalancamiento financiero, a veces al ritmo de 30 a 1.
Y luego está el materialismo desenfrenado que al parecer ha calado entre la gente de a pie y en Wall Street por igual. El ahorrador, incluso tacaño Adam Smith se habría escandalizado al ver la mentalidad "Lo-quiero-todo-ahora" que ha contribuido a que la tasa de ahorro personal en Estados Unidos esté rondando el 0% desde 2005, la más baja desde los años de la Depresión entre 1932 y 1933.
Se puede debatir si ese mismo modo de pensar animó a muchos en Wall Street (ansiosos por mejorar sus perspectivas de conseguir bonificaciones) a vender valores que ellos sabían estaban respaldados por las ruinosas hipotecas subprime, concedidas a esos compradores que eran gente de a pie cegados por las perspectivas de beneficios rápidos. Esas prácticas no son ilegales. Sin embargo, parece que nadie se está dando mucha prisa para salir con una defensa ética del asunto.
Ninguno de estos fracasos morales dan pie en sí mismos para que acabemos posicionándonos a favor de volver a regular el mercado. Sin embargo, sí están sirviendo para alimentar las demandas populistas de una vuelta a las fracasadas políticas intervencionistas del pasado. Hasta ahora, la mayoría de los defensores del libre mercado han intentado contener las presiones para volver a la política de estricta regulación, recordándonos a todos los sólidos argumentos económicos contra esa política. No obstante, relativamente pocos –de haberlos– ha analizado la dimensión moral de la debacle financiera.
Una explicación para este silencio podría estar en que algunos defensores del libre mercado han adoptado, consciente o inconscientemente, la versión light del relativismo que reina en las sociedades occidentales pero que convierte en imposibilidad un análisis moral coherente. También puede ser que durante largo tiempo, muchos de los defensores del libre mercado hayan sido incapaces de presentar argumentos a favor del mercado en particular y de la libertad en general que vayan más allá de conceptos utilitaristas.
No se equivoque: la defensa actual del mercado –tan laboriosamente desarrollado desde los tiempos de Smith contra los intervencionistas de toda condición– acaba de sufrir un enorme retroceso gracias al desorden de los mercados financieros. Pero esta calamidad también debería servir para recordarnos que si queremos aflojar las cadenas políticas impuestas a la libertad económica por los variopintos defensores del New Deal y los keynesianos desde los años 30, entonces hemos de comprender que los compromisos morales de la sociedad exigen una renovación y un fortalecimiento constantes.
En pocas palabras, estamos aprendiendo a golpes que las virtudes como prudencia, moderación, frugalidad, honradez, humildad y ser respetuoso con las promesas –por no mencionar el deseo de no hacer a otros lo que uno no quiere que le hagan a uno mismo– no son accesorios opcionales en las sociedades que valoran la libertad económica. Para que los mercados funcionen y se mantengan las apropiadas limitaciones al poder del Gobierno, se necesita una reserva de capital moral.
En las postrimerías de su vida, Adam Smith añadió una sección completamente nueva, titulada, Del carácter de la virtud a la sexta y última edición de su libro La Teoría de los Sentimientos Morales. Las razones por las que lo hizo han sido muy debatidas. Pero quizás Smith decidió que, al otear el mundo en el que la propagación del libre mercado ya empezaba a reducir la pobreza, él necesitaba marcar un redoblado énfasis a la importancia de tener buenos hábitos morales en las sociedades que aspiran a ser tanto comerciales como civilizadas.
En la actualidad, es un consejo digno de que le prestemos toda nuestra atención.
*Traducido por Miryam Lindberg del original en inglés.Samuel Gregg, doctorado en Filosofía por la Universidad de Oxford, es director de Investigación del Instituto Acton y autor de On Ordered Liberty (2003), A Theory of Corruption (2004), Banking, Justice and the Common Good (2005) y The Commercial Society (2007).
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