DESESPERADA, física y anímicamente rota, Simone Weil retorna de su breve experiencia en la guerra de España con la certeza de que nada en política es ya posible; que la política es ese dúplice juego en el cual sólo los asesinos y los ladrones tienen sitio: un horrendo basurero.
Y en el otoño de 1937, tras haber escapado de la Barcelona en la cual los sicarios de Stalin -y aquellos locales capataces suyos, de los cuales don Santiago Carrillo podría aún contarnos tantas cosas que no nos contará nunca- exterminan a los últimos trotskistas, Weil relee a un joven autor de cuatro siglos atrás: Étienne de la Boétie había sido el amigo entrañable al cual cantara Montaigne en L´Amitié, el más bello de sus Ensayos y uno de los momentos más altos en la lírica del siglo de Pierre Ronsard.
La Boétie murió a los 33 años, asistido hasta el último instante por su amigo. A los 18, había escrito un desconcertante y breve ensayo que lleva el título de Discurso de la servidumbre voluntaria y que es la más lúcida voladura de todos los ensueños acerca del supuesto amor por la libertad que los apologistas de las buenas intenciones atribuyen a la inhóspita especie humana. No hay tal cosa, concluía el compañero de Montaigne, «lo único que los hombres no desean es la libertad, y no por otra razón que ésta: porque, si la deseasen, la obtendrían». La lógica del joven Étienne de la Boétie sigue dejándonos atónitos -como dejó a la casi tan joven Simone Weil- por su rara voladura de todos los lugares comunes acerca de lo político.
No hay pulsión más honda en los hombres que la de servidumbre, concluye. No hay despotismo posible sin la deleitada complicidad activa del siervo. Y La Boétie pone en ello la «enfermedad mortal» de lo humano: el placer del esclavo, su abestissement, ese «embrutecimiento» al cual llaman los hombres vida. «¿Es eso, acaso, vivir feliz?», se pregunta irónicamente. Y, con desgarro aun más ácido, reduplica la pregunta: «¿Es eso, acaso, vivir?».
No hay mejor guía espiritual, setenta y dos años después del crucial ensayo de Simone Weil sobre la obediencia totalitaria, que este sucinto y sorprendente Discurso de la servidumbre voluntaria, que da a la desarraigada pensadora judeo-católica la clave con la cual cerrar su lúcida -su trágica- decepción de lo político.
Lo fascinante de los ya casi seis años con Rodríguez Zapatero al frente de la nave ebria del Estado es esto: jamás en las sociedades ilustradas, de las que bien que mal formamos parte, un gobernante ha exhibido tales dosis de ignorancia, tanta capacidad para mentir sin cuidarse siquiera de que no se note, jamás un tono de infantilismo semejante se ha exhibido con tal complacencia en el espacio público, jamás la percepción de estar siendo gobernados por un sujeto con la edad mental de un adolescente-LOGSE de no más de doce o trece años ha sido así de inequívoca... Y, sin embargo, funciona...
Pocos ejemplos hay tan puros de aquel placer del siervo que el escritor de siglo XVI diseccionara, como esta España identificada con el mejor gestor de su catástrofe. Como esta España que se empeña en no ver lo esencial: que a aquel que nos oprime «no es siquiera preciso quitarle nada, que basta con no dárselo; que no hay siquiera necesidad de que el país se moleste en hacer nada a favor de sí mismo, que basta con que nada haga en contra de sí mismo», para que tal tipo de parásitos funestos se volatilizaran. Pero no, no hay nada de eso. Eso requiere ser libre. Y la libertad, «la libertad es precisamente lo único que los hombres no desean». Mejor ser siervos: más fácil, más seguro. ¿Llamamos a eso vivir? Lo hacemos.
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