Me rompi la rodilla por todas partes siendo un joven jugador de 2ªB. Decidí olvidarme del fútbol para siempre. Cerraba la puerta a la infancia.
Cada vez que pasaba por la acera de un colegio, de un polideportivo, de un club, miraba esa simple estructura de metal. Era como ver mi casa abierta a la mirada de todos. Me entristece ver las porterias abandonadas. Es un sacrilegio, un desprecio, una blasfemia.
Santiago Bernabeu decía que al fútbol no lo mataba nadie. Ponias un balón dando botes delante de un tio en muletas y no podía evitar golpearlo. Ese patriarca no podía concebir a los niños gordos que ahora pasean Madrid. Traería solo jugadores negros, de paises pobres; gente con hambre, como era Raul hace años.
Yo metí goles muy bonitos. Mi virtud era correr. Era muy rápido. Hacía auto-pases en profundidad con los que sueño aún. Los momentos de extasis superlativo de mi vida han estado vinculados a un llano de arena, con rallas de tiza, pintando un rectangulo. No tuve suerte pero tampoco hambre.
Pocas veces me siento tan arropado, tan dentro de casa, como los días en los que escucho un grito en una radio, en una tele, o en un bar cercano. Ese momento grotesto para los profanos, en el que los hombres olvidan que condición gobierna sus vidas, y crean un rito instantaneo, una secreta compañía que solo dura unos segundos, que llena de calor todo. Y gritan gol, gol. Gol.
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