Azaña conocía perfectamente el dilema que había paralizado la voluntad de Casares Quiroga: cómo hacer frente a la rebelión militar sin desencadenar la revolución proletaria.
Era preciso un pacto, un auténtico acto patriótico, pero que dejara en manos del gobierno los resortes del poder. Y eligió a su viejo correligionario Diego Martínez Barrio, presidente del Parlamento, gran maestre de la masonería, republicano y conservador, aunque enemigo implacable de la derecha católica, para una misión desesperada: formar un gobierno de concentración nacional, lo más amplio posible, para hacer frente a la rebelión. Quedarían excluidos los comunistas y las derechas no republicanas; es decir, medio país, pero a cambio se prometía un gobierno fuerte que recondujera la situación del orden público y acabara con las provocaciones revolucionarias. Y, como garantía, ofrecía nada menos que las carteras de Guerra y Gobernación a los militares que dieran más confianza a las asustadas e indignadas derechas.
Después de la guerra, Martínez Barrio le escribió a Salvador de Madariaga su versión de lo sucedido, para culpar directamente de su fracasado gobierno a los socialistas de Largo Caballero:
Empecé las gestiones hablando con Marcelino Domingo y Sánchez Román. Ambos me ofrecieron su cooperación. En el intervalo tuve una conversación telefónica con el presidente [Azaña], que me dijo que no hiciera requerimiento alguno al señor Maura, porque éste se negaba a formar parte del gobierno proyectado. Seguí entonces las conversaciones, dirigiéndome a los socialistas. Estos, que horas antes habían ofrecido su colaboración directa y personal a Santiago Casares Quiroga, me la negaron a mí. El gobierno murió a manos de los socialistas de Caballero y de los comunistas. Y de algunos republicanos irresponsables.
La diputada radical Clara Campoamor, una política adelantada a su tiempo, precursora del feminismo y artífice de la concesión del derecho al voto de las mujeres, cargó sobre las espaldas de Indalecio Prieto la responsabilidad principal del fracaso. A la Campoamor, socialistas como Prieto y Margarita Nelken le eran especialmente repulsivos; políticos, a su juicio, que primaban los intereses electorales sobre los derechos fundamentales.
En Prieto y la Nelken había tenido dos furibundos opositores al voto femenino, porque afirmaban que las mujeres en España se dejaban dirigir por sus confesores y le habían de dar el triunfo a las derechas (...) Dice la diputada radical sobre aquella noche: Por desgracia, [Martínez Barrio] no gobernó (…) Una de las condiciones planteadas por su presidente era que se detendría la distribución de armas al pueblo. Los socialistas y los comunistas se opusieron violentamente a que ese gabinete de conciliación tomara las riendas del gobierno. Una manifestación pública que protestaba contra Martínez Barrio y pedía continuar la lucha "hasta el aplastamiento del fascismo" fue organizada por los marxistas en la Puerta del Sol y marchó al Palacio Nacional. En su interior, el señor Azaña escuchaba, cabizbajo, las amonestaciones de los socialistas Largo Caballero y Prieto. Este último calificó el nuevo gobierno de "Gabinete de catafalcos" (…) El gobierno Martínez Barrio murió antes de nacer. En su lugar se nombró un gabinete compuesto por los mismos miembros que el gabinete anterior, pero con una sensible modificación: el presidente Casares Quiroga (...) era sustituido por el señor Giral, miembro también de Izquierda Republicana y todavía más títere de Azaña que su predecesor. El primer acto de aquel gobierno fue el de seguir distribuyendo armas al pueblo. El gobierno republicano, que (...) desde hacía cinco meses se sentía desbordado por los extremistas, tomaba deliberadamente la decisión más grave por sus consecuencias para el país. Dejándose arrastrar así por los socialistas (...) el gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía (…) Así, cupo al señor Prieto dar el finiquito a un régimen que, entre las manos de Martínez Barrio, podía haberse salvado. Pero Prieto esperaba sacar sus cualidades de estratega a la luz del día y, merced a un rápido triunfo sobre los alzados, imponerse a sus enemigos internos, los socialistas revolucionarios de Largo Caballero. La acusación de Clara Campoamor tiene mucho de veraz: de hecho, y sin nombramiento alguno, Indalecio Prieto ocupó, aunque sería mejor escribir "okupó", el Ministerio de Marina y Aire y puso allí su oficinilla. El asunto es que su rival Largo Caballero, el Lenin español y líder indiscutible de la poderosa UGT, maniobraba con los ojos puestos en la inminente revolución. Porque, en el ánimo de los movimientos obreros, el golpe militar no era un problema; era una oportunidad. [...] En La Granja, en Segovia, Miguel Maura, el viejo monárquico reconvertido en el ala derecha de la República, esperaba la resolución de la crisis para acudir a Madrid. Había puesto una sola condición para participar en el gobierno de salvación nacional: que éste ejerciera un periodo dictatorial, la Dictadura Republicana, hasta que revolucionarios y rebeldes fueran metidos en cintura. Pero no habría ocasión. Azaña, desalentado, toma el teléfono cuando empieza a rayar el alba del día 19 de julio. – ¿Don Miguel Maura? Le llama de nuevo el presidente de la República. – Diga, diga, amigo Azaña. Sí, soy yo mismo… - Buenas noches, le he hecho esperar la respuesta, pues deseaba hablarle sin testigos. A su propuesta se han adherido la mayoría: Martínez Barrio, Giral, Prieto, Besteiro, Viñuales, Amós Salvador, Fernando de los Ríos, Sánchez Román… Pero, amigo Maura, Largo Caballero ha manifestado que él se oponía, y que desencadenaría la revolución social. Una amenaza que no sé si puede calificarse siquiera de velada… – En ese caso, señor presidente, es completamente inútil que vaya a Madrid. – Hemos de esforzarnos todos, amigo Maura; con la oposición decidida de las masas obreras con que Largo Caballero nos ha amenazado, no podíamos intentar nada. Amigos y enemigos nos hacen la jornada difícil. – Lo comprendo, pero no puedo ni quiero intervenir en lo que venga. No me alcanza la menor responsabilidad en el actual estado de las cosas. No pienso mezclarme en el desenlace. Adiós, amigo Azaña, le deseo buena suerte. Martínez Barrio tiró la toalla cuando comprendió que su gobierno iba a nacer muerto. Tampoco había conseguido convencer a los del otro bando, a los jefes rebeldes. De todas las versiones que existen de su conversación con el general Mola, ya sublevado en Pamplona, ésta, debida a los recuerdos del ayudante de Mola y a los del propio Martínez Barrio, parece la más fiable: – En este momento, los socialistas están dispuestos a armar al pueblo. Con ello desaparecerán la República y la democracia. Debemos pensar en España. Hay que evitar a toda costa la guerra civil. Estoy dispuesto a ofrecerles a ustedes, los militares, las carteras que quieran y en las condiciones que quieran. Exigiremos responsabilidades por todo lo ocurrido hasta ahora y repararemos los daños causados. – Con la misma cortesía y nobleza que usted me habla voy a contestarle. El gobierno que usted tiene encargo de formar no pasará de intento; si llega a constituirse, durará poco; y antes que de remedio, habrá servido para empeorar la situación. – Habría de tener las mismas desconfianzas de usted, que no las tengo, y la conveniencia general me impondría el deber de aceptar la tarea. Lo que yo pido a todos es que como yo cumplo el mío, cumplan el suyo. España quiere tranquilidad, orden, concordia. Pasadas que sean las horas de fiebre, el país agradecerá a sus hombres representativos que le hayan evitado un largo periodo de horror. – No lo dudo. Pero yo veo el porvenir de distinta manera. Con el Frente Popular vigente, con los partidos activos, con las Cortes abiertas, no hay, no puede haber, no habrá gobierno alguno capaz de restablecer la paz social, de garantizar el orden público, de reintegrar a España a su tranquilidad. – Con las Cortes abiertas y el funcionamiento normal de todas las instituciones de la República estoy yo dispuesto a conseguir lo que cree usted imposible. Pero el intento necesita de la obediencia de los cuerpos armados. Esa es la que pido, antes de ser poder, y la que impondré e intentaré imponer cuando lo sea. Espero que en este camino no me falte su concurso. – Lo que usted me propone es ya imposible. Las calles de Pamplona están llenas de requetés. Desde mi balcón no veo más que boinas rojas. Todo el mundo está preparado para la lucha. Si yo digo ahora a estos hombres que he llegado a un acuerdo con usted, la primera cabeza que rueda es la mía. Y lo mismo le ocurrirá a usted en Madrid. Ninguno de los dos podemos dominar a nuestras masas. Es tarde, muy tarde. [...] El último intento de evitar la guerra, quizá tardío e incompleto al no contar con el principal partido de la derecha, la CEDA de Gil Robles, había fracasado. El nuevo gobierno, el de José Giral, abrió los polvorines y repartió las armas que la revolución precisaba. Compartí chófer con el Campesino por José Antonio Martínez-Abarca 'El crimen que desató la Guerra civil', por Alfredo Semprún Enviado un explosivo al subdirector de La Razón, Alfredo Semprún
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