En 1978 se suicidaron en la Guyana, "por la gloria del socialismo", 912 personas. Se trataba de los felices habitantes del Templo del Pueblo, Jonestown. Allí, en plena selva, había asentado su secta el antiguo pastor baptista James Jones, tras verse obligado a abandonar EEUU. Antes de darse al suicidio colectivo, Jones y los suyos asesinaron a Leo Ryan y a parte de quienes habían acompañado a este congresista hasta Jonestown para investigar las prácticas del reverendo.
La tragedia comenzó a gestarse en 1956, cuando Jones fundó en Indianápolis su particular paraíso terrenal; "la primera sociedad comunista americana", según sus propias palabras. Semejante hazaña no hubiera sido posible sin la inestimable colaboración de esa izquierda exquisita magistralmente retratada por Tom Wolfe; de hecho, la esposa del presidente Carter contribuyó a recolectar los fondos para el traslado del Templo a la Guyana. ¿Que cómo vivían? La propiedad privada no existía (bueno, la del reverendo sí). Jones se ocupaba de la manutención de sus adeptos, así como de formalizar y disolver sus matrimonios. Naturalmente, Dios no existía. Los hijos se repartían según las necesidades del Templo, y todos trabajaban prácticamente de sol a sol –sobra decirlo, a las órdenes del reverendo–. Se promovía la delación, y se impartían lecciones de ruso, la lengua de la "tierra prometida". La de Jonestown es una de las utopías, felizmente fracasadas o tan sólo planeadas, que se reseñan en Los monstruos de la razón, amenísima obra del periodista italiano Rino Cammilleri. No estamos ante una enciclopedia de las utopías y las sociedades secretas, sino ante un repaso personalísimo de algunas de ellas. Desde la ironía y el "catolicismo militante" (tal adscripción corre por cuenta del prologuista de la obra, Vittorio Messori), Cammilleri se suma a lo postulado en su día por Tocqueville: "Es preferible siempre un modesto administrador, un político mediocre, al más brillante de los intelectuales. Mejor, mucho mejor para todos es la prosa del burócrata que el brillo, por fascinante que sea, de aquello que por oficio hacen los inteligentes." Al político se le censura en las urnas; en cambio, al intelectual utopista que interviene en política resulta casi imposible pasarle factura. Y ya se sabe que, como reza el célebre grabado de Goya en el que se inspira el título de esta obra, "el sueño de la razón produce monstruos". Por estas páginas desfilan variopintas propuestas de ingeniería social, a cuál más extravagante y liberticida. Así, se nos habla de El testamento de Jean Meslier (a juicio de Voltaire, "un catecismo perfecto para Belcebú"), de El verdadero sistema y La voz de la razón de Deschamps; del reinado de los anabaptistas en Münster, con el sastre y tabernero Jan Bockelson en el trono (duró un año, de 1534 a 1535); hasta de la aterradora Reorganización de la sociedad europea propuesta por Saint-Simon, que también diseñó una sociedad tecnócrata en la que la no asistencia al Mausoleo de Newton, que habría de erigirse en Roma, sería objeto de "gravísimas sanciones" . Como apunta Cammilleri, "la obstinación utópica ha tenido siempre las mismas connotaciones, siempre viene presentada como novedad, pero las ideas que subyacen en ella son muy antiguas". Por ejemplo, para parir al hombre nuevo siempre hace falta lo mismo: abolir la propiedad privada y el matrimonio, suprimir o modificar la religión, dejar el Gobierno en manos de los sabios, poner en marcha un ejército de comisarios y delatores... Cammilleri dedica un capítulo especial a "las costumbres del joven Marx". Apoyado en las revelaciones del pastor protestante rumano Richard Wurmbrand, en tiempos militante marxista, da cuenta del extraño cambio de comportamiento que experimentó aquél tras padecer una enfermedad que a punto estuvo de llevárselo a la tumba. Durante su paso por las Escuelas Superiores, el joven Marx escribirá poesías como la "Invocación de un desesperado": Quiero vengarme del que reina por encima de nosotros
(...)Quiero construirme un trono en las alturas, su cima será glacial y gigantesca,
tendrá por baluarte un terror supersticioso, por mariscal la agonía más tétrica. En Sobre Hegel será aún más explícito: "Enseño palabras enroscadas en una confusión diabólica, así cada uno puede creer verdadero lo que quiera pensar". También en Oulanem (anagrama invertido de "Manuelo", Emmanuel): "Mira esta espada: el Príncipe de las tinieblas me la ha vendido". Sociedades secretas, el mito de Esparta, la masonería, el polvorín francés prerrevolucionario... Cammilleri aborda decenas de personajes y delirios y nos muestra la perversidad de la pulsión liberticida que anida en la planificación social. Ahora bien, hay ocasiones en que desliza opiniones harto discutibles: así, deja entrever, por ejemplo, que no desautoriza la posibilidad de la existencia de un plan oculto desde la noche de los tiempos, y no descarta identificarlo con el mismísimo Apocalipsis... Además de esta más que opinable elucubración, cae en cierta confusión terminológica a la hora referirse al liberalismo y al capitalismo, y muestra cierta aversión a la revolución tecnológica. También resultan confusas sus reflexiones sobre la tecnocracia. En fin, más allá de alguna que otra exageración, como por ejemplo citar a los Beatles en el contexto del satanismo, Cammilleri ha elaborado un particular, recomendable y divertido ensayo repleto de anécdotas y batallas de buena parte de "lo mejor de cada casa", esos que están siempre dispuestos a organizarnos la vida "dejando aparte los hechos", como quería Rousseau.
RINO CAMMILLERI: LOS MONSTRUOS DE LA RAZÓN. Homo Legens (Madrid), 2007, 228 páginas. MIGUEL GIL.
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