miércoles, septiembre 12, 2007

Bergman en EL MUNDO

El frágil hilo de la vida, de Carlos Saura en El Mundo

Es doloroso escuchar la noticia de la muerte de una persona admirada y querida. Con la desaparición de Ingmar Bergman, termina un ciclo de cine europeo de una creatividad sin parangón. Ya no están ni Luis Buñuel, ni Federico Fellini, dos visionarios que acompañaron a Bergman en la búsqueda de las profundas raíces de una tradición creativa. Suecia, Italia, España...

Cuando fui al Festival de Cannes con mi primera película, Los golfos, me encontré con que en aquella memorable edición del año 1960 participaban tres de los directores cinematográficos que más admiraba y que consideraba inabordables porque estaban en otro sistema planetario. Los tres tenían algo en común, una forma de ver la realidad sesgada utilizando la imaginación que sorprendía en una época en donde campeaban un realismo puro y duro. Por suerte, Luis Buñuel tuvo la amabilidad de venir a la proyección de mi película y fue el inicio de una amistad que duró hasta su muerte.

Fellini es para mí el amigo cálido al que nunca llegué a conocer bien, el excesivo y admirado, el hombre que generosamente dilapidó su vida mostrándonos un universo en donde lo cotidiano, lo epidérmico y visceral trasciende, añadiendo al cine un sabor pagano y oriental, una vuelta a ese cristianismo que tiene su norte en la extremosa rigidez puritana de Dreyer y Bergman y su sur en Federico Fellini. Descanse en paz, Federico Fellini en su siesta eterna.

Luis Buñuel fue mi amigo y compañero de viaje. El espacio en donde transitaban sus personajes eran en parte reflejos de las imágenes de su infancia: el paisaje austero y a veces desértico de Aragón; la vida cotidiana marcada por una Iglesia inquisitorial que recordaba con campanadas las horas, los oficios y también la muerte; la Semana Santa de Calanda, con sus tambores, ahora famosos, que se tocaban con enorme seriedad e intensidad hasta hacerse sangre en los nudillos, vestigios bárbaros, primitivas costumbres que Buñuel conservó en su mente toda la vida. Un erotismo soterrado y violento se escondía en los pliegues de una religión que hablaba de virginidad, del pecado y de la muerte. El mismo Buñuel dijo que los dos sentimientos básicos de su niñez fueron un profundo erotismo, al principio sublimado por una gran fe religiosa, y la conciencia de la muerte.

El director aragonés poco o nada tenía de Mediterráneo: más del terruño de una España de montes y llanos, de secarrales, calores asfixiantes y fríos esteparios. Espejos deformantes de una realidad, un cierto humor aragonés, una vuelta de tuerca a una tradición anclada en el pasado fueron sus armas. Tampoco Fellini, en su delirio de imágenes en donde el primer impulso colorido y fantasioso estaba colmado de mujeres-madres, de imágenes soñadas con el mar Mediterráneo al fondo, tiene que ver con Bergman. Ingmar Bergman representa al cine del norte, ese que desveló Carl Dreyer. Cine puritano de brumas y espejismos, de intensos sentimientos, de preguntas sobre la existencia: el sexo, la vida en pareja, la enfermedad y la muerte. Una tradición ya probada en el teatro de Ibsen, en la música de Grieg o de Sibelius, en la atormentada pintura de las telas de Munch...

En el universo de Ingmar Bergman los bosques de árboles se yerguen hasta el cielo en una fría bruma desorientadora, bosques interminables en donde uno se pierde para siempre, de no ser por el frágil hilo que dejamos para indicar el camino de vuelta, y que nos conducirá de nuevo al redil, al hogar acogedor que invita a la reflexión en los largas penumbras del invierno. Ese hilo frágil que conduce a la vida preocupaba a Ingmar Bergman hasta atormentarle.

Sus películas están ahí. Desde Fresas salvajes hasta Persona, Gritos y susurros o Fanny y Alexander... Ahí están, tan meticulosamente realizadas, con la magnífica fotografía de Sven Nykvist, que por cierto murió también no hace mucho.

Conocí personalmente a Ingmar Bergman porque era el presidente de la Academia Europea de Cinematografía y hablé con él en alguna ocasión, fue siempre amable y cariñoso conmigo y me halagaba que le gustaran mis películas. Recuerdo que cuando fui nominado para los Oscar por Carmen, Bergman envió a Los Angeles a su esposa para defender la candidatura de Fanny y Alexander. Ella me dijo, muy simpática, que el Oscar se lo iban a dar a Carmen porque les había gustado mucho. Yo sabía que el Oscar no iba a ser para mí, sino para Bergman. Y así fue.

Leí sus libros y redescubrí que él estaba en sus películas, como debe ser en cualquiera que hable de las cosas que le preocupan. Cineasta sincero y honesto, se buscaba a sí mismo a través de una obra densa y a veces atormentada, que reflejaba sus dudas y sus preocupaciones. Fue, además, director de maravillosas actrices que nos fascinaron dejándonos una huella difícil de olvidar: Liv Ullmann, Henriette Anderson, Ingrid Thulin... Mujeres bellas y también de intenso erotismo que trasladaron al cine las preocupaciones de Bergman con la magnificencia, la sabiduría y la sensibilidad de uno de los más grandes creadores del cinema de todos los tiempos.

Después del ensayo final, de Álvaro del Amo en El Mundo
Ningún cinéfilo sesentón puede olvidar la llegada de las películas de Ingmar Bergman a nuestro país. Terminaba la década de los 50 y el cineasta que irrumpía, enigmático y misterioso, nada tenía de principiante. Antes de El séptimo sello, El manantial de la doncella y Fresas salvajes, su filmografía contaba con una decena larga de títulos, que fueron asomando después, completando la primera impresión.
Bergman aparecía como un cineasta críptico y sombrío, preocupado por asuntos transcendentes, propietario de unas claves de extraordinaria complejidad, poco menos que imposibles de descifrar por el común de los mortales.
Tal impresión resulta sorprendente desde la perspectiva actual, que observa las películas supuestamente abstrusas como fábulas diáfanas en donde se habla, sí, de cosas muy serias, como la muerte, el sentido de la vida, la existencia de Dios, la angustia y la violencia, pero con un rigor dramático y una potencia plástica capaces de comunicar con cualquiera.
Pero entonces la cuestión religiosa se vivía con una contradicción, tan enriquecedora como desconcertante, capaz de exacerbar lo problemático y proclive a escudriñar más allá.
Vivíamos en un país confesionalmente católico, con todo lo que ello tenía de represivo, y al mismo tiempo la religión era objeto de una serie de interpelaciones que llegaban de la novela, del teatro y, con Bergman, también del cine. Las novelas del inglés Graham Greene, de los franceses François Mauriac, Georges Bernanos o Juliene Green, indagaban sobre las tensiones entre la fe y la moral, especulaban sobre lo que se llamó el silencio de Dios.
E igualmente, los dramaturgos italianos Ugo Betti y Diego Frabbri, también el español Alfonso Sastre, se zambulleron en un existencialismo de resonancia católica, que prepararía el terreno al cine de Bergman. En un local que programaba El séptimo sello se llegó a repartir una hoja explicativa destinada a orientar al público sobre el arcano que nada tenía de tal.
Pero el gran creador ha seguido en activo hasta casi el final de sus días y disponemos de su magna obra, rica, variada, múltiple en su coherencia y admirable en su capacidad para ahondar en el pobre ser humano.
Bergman ha sintetizado como nadie su doble vocación de director teatral y cinematográfico gracias al caudal dramático de su paisano Strindberg, el autor que con Chéjov abrió el camino del teatro moderno, y por el danés Dreyer, cuyas películas establecieron una estética donde lo sagrado y lo profano podían cohabitar en el mismo movimiento de cámara.
Con tales antecedentes, Bergman, autor de la mayoría de sus guiones, ha llevado el teatro, su tensión dramática, sus personajes de carne y hueso, su capacidad simbólica, a unas películas que entran por los ojos, a través de una plástica que atiende por igual la visión de un paisaje o la descripción de un interior.
Bergman ha seguido, como el caballero de El séptimo sello, increpando, interrogando, absorto ante un cielo mudo, al tiempo que se maravillaba, como el viejo profesor de Fresas salvajes, del milagro de la vida que, tras la muerte de la doncella, brotaba en forma de manantial.
Aunque quizá el gran tema de uno de los directores esenciales de la Historia no haya sido otro que la guerra de sexos, como Strindberg define la relación entre hombre y mujer.
Destinados el uno a la otra, amando u odiando la una al otro, todo el cine de Bergman es un doloroso, lacerante recorrido sobre la dificultad, casi se diría imposibilidad, de entenderse de la pareja de animales, sólo intermitentemente racionales. Él y ella, ella y él, buscándose, repeliéndose, adorándose, detestándose, reconciliándose, torturándose, exultando, ahogándose, levitando y continuamente en pie para volver a empezar, entregados ambos sin remedio a la más furiosa y gozosa desolación.
Séptimo sello por ELIAS QUEREJETA
Sesión de noche. Cine azul. Pocos espectadores. La pantalla se ilumina: El séptimo sello. He ido solo. Desde el principio me meto en la película y a lo largo de la narración no soy capaz de salir de ella. Fin. Luces que se encienden. Cruzo hacia la salida y me encuentro con Rafael. Ninguno de los dos se había dado cuenta de la presencia del otro. Caminamos juntos en silencio unos cuantos minutos. No se quién es el primero que comienza a hablar. Pero sí sé que a partir del silencio roto la conversación dura horas. Y pasado el tiempo, cada vez que nos vemos, continúa.
Ingmar Bergman ha llenado de pasión horas, pensamientos y sentimientos.
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