KARL Kraus fue uno de esos hombres que pasan a la historia en la repesca pero dejando tras de sí una huella indeleble. El drama de Karl Kraus (y el aval de su grandeza) es que fue un escritor para escritores, un genio a la medida de los genios. Wittgenstein, Canetti, Valéry (tres nombres entre tantos, aunque ahí queda eso) reivindicaron al guía y al maestro, sin conseguir, no obstante, que, al cabo de los años, su memoria no se agostara en el silencio. Karl Kraus -que detestaba los periódicos y sus banalidades flatulentas- nunca perdonaría que se usara su nombre para hilvanar una parábola tirando de una anécdota. ¡Qué le vamos a hacer! «Herr» Kraus, a estas alturas, ni siente ni padece y, allá donde se encuentre, resulta harto improbable que el ABC le llegue. O sea, que a lo nuestro. Hace un siglo, Karl Kraus entraba en los salones de la cultura vienesa -la altísima cultura, la que murió con la Gran Guerra- igual que un pistolero en un garito del Oeste. Disparando adjetivos a diestra y a siniestra (sobre todo a siniestra; el socialismo, a Kraus, no le gustaba un pelo) y haciéndoles catar la tralla de la sátira a los prestigios más señeros. Al pobre Rilke -Reiner María Rilke, príncipe de los poetas- le condenó a ser «la María», sin redención de pena. De Freud se choteaba sin el más mínimo complejo. Y a los gacetilleros, su presa favorita, nos desnudó en una sentencia: «No tener una idea y poder expresarla: un periodista es eso». Y ahí nos duele. Llegados a este punto, pasemos a exponer dos conclusiones evidentes. La primera es que a usted, estimado lector, «mon semblable, mon fr_re», le adorna la virtud de la paciencia. La segunda es que Kraus no era de esas personas -carentes de interés, generalmente- que van haciendo amigos a boleo; de esos que te colocan entre el abrazo y la pared con una efusividad grotesca. Por el contrario, Kraus no regalaba palmaditas, sino que repartía palmetazos de los de la vieja escuela. Incluso un alma pía, que le tenía en buen concepto, le regaló un consejo que jamás tuvo en cuenta: O cambiaba radicalmente de escritura o acudía a un gimnasio y se convertía en un atleta. Ni varió el estilo, ni cargó con las pesas, ni se compró una chichonera. Hasta que llegó el día en que un tal Felix Salten le dijo qué opinaba sobre sus descarnados textos. Lo malo es que se lo dijo con los puños y con tanta elocuencia que a Kraus, no siendo obispo, le hicieron cardenal de buenas a primeras. El chiste del asunto es que el tal Felix Salten, que solventaba a mamporrazos las diferencias de criterio, presumía de ser el campeón de la ternura, de la lágrima fácil, de la bondad sin excipientes. Su criatura más lograda era un amor, atendía por «Bambi» (a lo mejor les suena) y todavía hoy, después de tanto tiempo, continúa empapando montañas de pañuelos. «Por sus obras los conoceréis», afirma el Evangelio. Pero, si hay que tomar a Salten como ejemplo, la máxima no cuela. Y menos todavía sus secuelas, tan notorias algunas como Rodríguez Zapatero. Al señor Zapatero le motejaron como «Bambi» antes de que enseñara los cuernos y los dientes. Y «Bambi» ha sido siempre -según ha confesado reiteradas veces- su animal totémico. Tirando del ovillo de Karl Kraus, se puede concluir que el líder socialista tiene mucho de Salten aunque quiera esconderlo. Los lobos revestidos con pieles de cordero son menos peligrosos que quienes se disfrazan de cervatillos huérfanos. Es cierto que «Bambi», a estas alturas de la historia, disimula lo justo y exhibe una sonrisa de pega en los carteles (porque la de la tele, el lunes, no era una sonrisa, sino una cuchillada en plena jeta). Aún así, no echen en saco roto esa sabrosa anécdota de la literatura vienesa. Reparen en que «Bambi», por entrañable que parezca, esconde tras de sí a un matón de taberna. Y sigan la receta que ha empleado Rajoy para comerse con patatas a la nefasta bestezuela: Musculatura y argumentos. A Karl Kraus, por ejemplo, le hubiese ido de perlas.
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