domingo, marzo 07, 2010

Alicia en ABC Cultural, estupendo.

¿Para qué sirven los libros sin ilustraciones?, pregunta Alicia al principio de la novela. A Alicia no le gustan los «grandes libros» profundos, moralistas y secos que lee su hermana: ella quiere imágenes, quiere ver. ¿Será esta la primera (aunque ciertamente no la última) razón de la fascinación que sigue ejerciendo sobre nosotros? A Alicia le hubieran encantado el cine, la televisión, los ordenadores. Carroll, su creador, no lo olvidemos, era un apasionado de la fotografía. Quizá por eso entendía la literatura como un arte de imágenes. Y de juegos de palabras. Y de lógica. Pero sobre todo de imágenes.
El mundo victoriano creó el mito de la «tarde orlada de oro», un mundo idílico, perfecto, delicado, perfumado, maravilloso, inocente, romántico, melancólico y con un cierto olor, por debajo de las muselinas y las rosas de té, a agua estancada. Un mundo de imágenes bidimensionales. Un mundo de estampas que jamás existió, pero en el que todos deseamos creer. En la época de la locomotora, los victorianos evocan al rey Arturo.
Alma sin alma. Alicia en el País de las Maravillas es una de las creaciones más mágicas y deliciosas de esa época fabulosamente reprimida y mitófaga, pero es, al mismo tiempo, su curioso reverso tenebroso. Sería difícil encontrar en toda la literatura universal un libro que sea, al mismo tiempo, tan luminoso y tan oscuro, tan divertido y tan siniestro. Sería difícil encontrar un libro que tanto se diferencie de sí mismo, que se deconstruya a sí mismo con tanta saña. Nada más empezar la obra, después de renegar de los libros sin imágenes, Alicia se hunde en el inframundo. Allí es donde viven esas sombras a las que Virgilio llama «imago», y que en su latín significa algo así como «fantasma». «Vagaré como una imagen», dice Dido, sabiéndose condenada al infierno. Una imagen, un espíritu errante, un alma sin alma. El inframundo de Alicia está poblado de conejitos blancos, de dodos, de gatos que sonríen, de tea parties, de jardines de rosas. Pero a pesar del aspecto encantador de estos paisajes de cuento infantil, este Wonderland es en realidad el infierno. El Bosco inventó un «infierno musical» en su célebre tríptico de El Jardín de las Delicias. Carroll inventa un infierno de las imágenes.
El Electrodist Project, un grupo de artistas de inspiración situacionista, ha creado un vídeo llamado Alicia... o ¿quién es Guy Debord? que reproduce la película de Walt Disney con una nueva banda sonora. En esta versión, que los intrépidos situacionistas colocaban discretamente en videoclubs para que los consumidores la llevaran a su casa creyendo que iban a ver la inocua película original, Alicia se pasa toda la película buscando a Guy Debord y comentando pasajes de La sociedad del espectáculo. El resultado podría parecer pedante, pero lo cierto es que resulta increíblemente divertido.
Cuchillo ensangrentado. El elemento siniestro e inquietante de Alicia en el País de las Maravillas aparece ya en su primera versión cinematográfica de 1903. Cabe preguntarse por qué la obra de Carroll, el cuento más onírico y «fantástico» de todos, y también el menos carnal y sangriento, posee esa capacidad de evocar el misterio y el terror. En el videojuego American McGee´s Alice, Alicia es una adolescente con mirada de asesina que se mueve por sombríos subterráneos con un cuchillo ensangrentado en la mano. En la versión teatral de Lindsay Kemp, el conejo (que suele ser el heraldo del horror ctónico) aparecía transformado en un horrible esqueleto. Alicia no perdía por eso su sonrisa. La mejor de las versiones cinematográficas, la del animador checo Jan Svankmajer, es una película sin música que describe un mundo hostil de objetos vivientes, de mecanismos, de autómatas, de ruidos, de habitaciones viejas y polvorientas, en medio de los cuales una niña, la encantadora Kristýna Kohoutová, intenta sobrevivir escondiéndose en los rincones y observando a hurtadillas. También es muy interesante la versión en blanco y negro que dirigió en 1966 Jonathan Miller para la BBC, muy poco florida, sin apenas efectos especiales (y tanto más eficaz y misteriosa por esa razón), en la que Alicia es una adolescente de gesto hostil y mirada enigmática y sensual. Y se aburre.
Sí, el hecho es que Alicia va al país de los sueños y se aburre. ¡Es el colmo! Su emoción preponderante no es el miedo de los niños, sino el hastío de la adolescencia. Pero su aburrimiento puede también tener una lectura feminista. Ya que Alicia es una mujer en un mundo de personajes masculinos que la agotan con su lógica absurda, con sus monólogos desquiciantes, con su deseo obsesivo de tener razón. Alicia no entra dentro de ningún arquetipo femenino de la época: no es ni una mujer-ángel ni tampoco una belle dame sans merci, no es ni la sílfide ni el vampiro, no es ni la mujer abnegada ni la mujer cruel. Se define sobre todo por su inteligencia. Es una señorita bien educada y algo estirada, pero lo cuestiona todo y no acepta ninguna tontería.
El propio yo. Alicia, poema cuántico en el que, como en el Parsifal de Wagner, «el tiempo se convierte en espacio». Fábula protofeminista. Repertorio de rimas sin sentido y de geniales asaltos a la lógica. Fantasía llena de rabiosos ecos de nuestro mundo, como ese conejo blanco que va encadenado a su reloj y cuya obsesión es no llegar tarde. ¡No llegar tarde en el dreamtime! ¡No llegar tarde en un sueño! Repertorio de imágenes estremecedoras, como la de la niña encerrada en una habitación de la que no puede salir porque es demasiado grande o demasiado pequeña, una habitación que es el propio cuerpo, el propio yo. A través del ojo de una cerradura, Alicia ve un jardín maravilloso. Pero no puede llegar a él. Y entonces se pone a llorar, y sus lágrimas forman un mar. Y en ese mar de lágrimas flotan todo tipo de animales. ¿Quién no ha mirado alguna vez con ardiente nostalgia por ese ojo de cerradura? ¿Quién no ha deseado salir a ese jardín? En ese mar de lágrimas flotamos todos. Y también flotas tú, querido lector, y también quien esto escribe. Y esto es un cuento de niños. ¿Sólo un cuento de niños?
Fantasía sin límites
Todas las Alicias por Luis Alberto de Cuenca.
Las niñas que se llaman Alice o Alicia en todo el mundo saben que, por el mero hecho de que sus padres les hayan puesto ese nombre, nunca van a poder sustraerse del todo a la fascinación que su homónima Alice, la niña rubia de Lewis Carroll, va a ejercer sin remedio en sus existencias, porque nadie después de 1865, fecha en que vio su primera luz Alice´s Adventures in Wonderland, puede llamarse Alicia impunemente, como bien saben todas las que se llaman así o todos los que tenemos la suerte de convivir con una de ellas.
La Alicia de Carroll se llamaba en el mundo real Alicia Liddell y era hija de Henry George Liddell, un célebre helenista oxoniense que da nombre -junto a Robert Scott y Henry Stuart Jones- al célebre Greek-English Lexicon que aún seguimos utilizando los filólogos clásicos en nuestras prospecciones lexicográficas. Lewis Carroll se llamaba en realidad Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898) y repartió su vida entre las matemáticas, que enseñó en el Christ Church College de Oxford, y su pasión por las preadolescentes rubias y por las letras fantásticas (en el sentido más lato del término), género este último en que brilló hasta límites insospechados gracias a dos obras maestras, llenas de humour y nonsense e inspiradas por su amiguita Alicia Liddell: Alicia en el País de las Maravillas y A través del Espejo (1871).
Inagotable actividad. Qué pocos mitos literarios universales circulan por ahí con los poderes simbólicos e iconográficos que confluyen en la Alicia de Carroll. Coleccionar Alicias ilustradas, por ejemplo, es una actividad inagotable, pues a lo largo de los últimos ciento cuarenta y cinco años son legión las ediciones que han aparecido, en todas las lenguas del orbe, de ese libro -y nunca mejor dicho- maravilloso. Hace mucho tiempo, allá por los felices 70 del siglo pasado, los jóvenes de entonces nos descolgábamos por Londres con una facilidad y una frecuencia extraordinarias. Estaba todo baratísimo, Tolkien iniciaba su hegemonía y en las librerías de viejo de Charing Cross Road se encontraban primeras ediciones de Agatha Christie con la sobrecubierta intacta (ahora también, pero salen mucho más caras). Eran los años en que se fumaba en los cines londinenses y en que mis idolatrados pintores prerrafaelistas empezaban a ponerse de moda. Había en Kensington Church Street unos grandes almacenes de siete pisos dedicados íntegramente a la moda retro -parecían una gigantesca y genial tienda de disfraces- que creo recordar se llamaban Biba. Todo ello hacía de la capital del Reino Unido el destino soñado para cualquier españolito de entonces con pulsiones artísticas y bibliográficas, y yo estaba aquejado de ambos males.
Por menos de dos libras. Allí, en Londres, compré, en 1972, un libro titulado The Illustrators of Alice, que me costó menos de dos libras. Su editor (a la inglesa) era Graham Ovenden, y contaba con una espléndida introducción de John Davis. El sello editorial no era otro que Academy, especialmente atento por aquel entonces a publicar monografías de ilustradores, haciendo especial hincapié en los de época victoriana. Aquel libro, que hoy tengo en las manos, reproducía en su última página una fotografía de una preciosa niña, tan blonda al menos como Iseo, la novia de Tristán: era Mary Hilton Badcock, un delicioso caramelo rubio que sirvió como modelo para la Alicia de Sir John Tenniel, el primero y más célebre intérprete gráfico del personaje. Junto a aquella fotografía se congregaban en el libro los mil y un ilustradores de Alicia, desde Arthur Rackham a los hermanos Robinson, de Mabel Lucie Attwell a Willy Pogany, de Mervyn Peake (¡maestro!) a Blanche McManus, protagonistas todos ellos de la Edad de Oro de la ilustración británica.
Recuerdo haber leído tarde una edición como es debido de Alicia en el País de las Maravillas. Fue en 1971, poco antes del viaje a Londres en que compré Los ilustradores de Alicia. Tengo también la prueba de aquella primigenia lectura bajo la especie de un modesto, pero para mí mitológico, volumen de la benemérita colección «El libro de bolsillo» de Alianza: la impecable versión española que de Alicia había llevado a cabo Jaime de Ojeda, con cubierta de Daniel Gil e ilustraciones del citado Tenniel.
El gato de cheshire. El color amarillo ha sido siempre mi favorito. Aquel librito de Alianza, editio princeps de una larguísima serie de reimpresiones, tenía la cubierta amarilla, pudiendo verse en ella a la Alicia de Tenniel en animada conversación con el inefable Gato de Cheshire. Tenía yo veinte años cumplidos cuando me sumergí en la lectura de ese libro, y yo creo que, de algún modo, me quedé a vivir en él para siempre. De pequeño, había buceado en la historia de Alicia a través de la adaptación que de la obra de Carroll hiciese María Martí, con ilustraciones de María Barrera, en la popular colección «Historias» de Bruguera a finales de los 50. Pero toparme con la Alicia de verdad poco o nada tenía que ver con mi encuentro infantil con su sucedáneo en lo que a embrujo se refiere.
He conocido luego a expertos en la obra de Carroll tan conspicuos como Santiago R. Santerbás, y me he honrado con su amistad, y he disfrutado lo indecible con su prodigiosa versión de Silvia y Bruno (1889-1893), la otra joya de la corona carrolliana. Pero para mí -y para casi todos- Lewis Carroll será siempre Alicia, y Alicia aquella niña victoriana fotografiada en el libro The Illustrators of Alice y prodigiosamente dibujada por Tenniel en las páginas de aquel libro amarillo de Alianza.

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