No me gustan los gitanos ni los moros. Me han engañado y los he visto delinquir muy frecuentemente. Y ahora viene lo fuerte. Zidane, señores, es moro. El adalid de la elegancia, encandilador de gabachos, conjugador de cariños de pueblos tan distantes, caballero equidistante, es un moraco. Su familia, presente en su regia despedida, convertía a los vendedores de Kleenex en aristocratas. Su padre y uno de los hermanos parecían sacados de la mas profunda gruta del mas seco desierto argelino. Y ahí te vienen a la cabeza los desvarios de los prejuicios, las etiquetas que genera la opulencia, la patraña del Al-Andalus, cuanta miseria reside en mi pecho y que grande es el futbol. Un moro-mierda se convierte gracias al espejo cósmico que constituye el juego de una pelotita con 22 mozalbetes en calzones en un ejemplo social. Su semblante sereno, su porfia profesional, su gracil destreza matematica, su lógica espacial, su sentido del ritmo, su flema anglosajona, su paciencia franciscana, pasará a la historia de los medios, a la memoria colectiva, en virtud de un juego de niños. Ahora es Zizou (cursi eufemismo de millonario asiduo al palco), el cinco, il maestro... Los morenos que estos devastados días pasean su figura meliflua entre polvo, butrones y gruas, en ese agujero inmenso que era la M-30 Sur de Madrid, son africanos y, en muchos casos, moros. No me gustan los moros. Zidane impulsa su triste camino entre miles de cabrones como yo. Nunca me gustó al 100% Zidane. Siempre he pensado que adornaba demasiado, que se gustaba mucho en el gesto de control, en la ruleta de patilargo que tanto repetía. Cuando ayer, por primera vez, vi llorar a ese moro patizambo, con un cuerpo imposible para el futbol, comprendí que Zidane hacia mucho mas que jugar y que anoche no solo dejaba de jugar al futbol. Dejaba de ser muchas mas cosas que un futbolista. Lo noté esta mañana en el atasco polvoriento de la M-30. Los moros... Gracias, Zidane.
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