Voltaire llamó al XVII el siglo de Luis XIV. Al parecer, fue su admirador, Federico II de Prusia, quien decidió que el XVIII era el siglo de Voltaire. Jean-Paul Sartre contribuyó a la idea de que el XIX había sido el siglo de Víctor Hugo. Y, por fin, Bernard-Henry Lévy colocó en el mercado la fórmula "el siglo de Sartre" para hablar del XX. Todo muy francés, si bien algunos de los evocados en tan encomiosas consignas fueron realmente importantes para la humanidad en general. Podríamos universalizar un poco la cosa y afirmar que el XV fue el siglo de Colón, el XVI el de Carlos V o el de Felipe II, el XX el de Churchill, o el propio volteriano XVIII el de Washington. Después de todo, es gracias a todos ellos que yo escribo estas líneas y usted, lector, se indigna justificadamente al leerlas. Ellos nos hicieron y están mucho más presentes en nuestras almas y en nuestras vidas materiales de lo que somos capaces de comprender. También es verdad que el finado siglo XX fue el más productivo de la historia en materia de monstruos determinantes y de gurús influyentes, y que el XXI ha nacido con cierto cansancio esencial: ni figuras intelectuales de la talla de los mencionados, ni personajes públicos de la trascendencia de un Zola o un Bertrand Russell, ni dirigentes con las capacidades de un Lenin o un Mussolini, grandes líderes de las izquierdas. Aaron proyectará su sombra sobre esta centuria, como todos los filósofos del liberalismo, de Hayek a Von Mises, pero ninguno de ellos, excelentes críticos de su tiempo, lo habrán soñado: la utopía no es liberal. Sin embargo, hay un hombre que, con su trayectoria ideológica y la realidad de su existencia, ha concebido un futuro: me refiero a Jean-François Revel. El siglo XXI puede ser, debería ser, el siglo de Revel. El siglo para el cual Revel sirva de modelo, si la estupidez reinante en la clase política no impide la continuidad de nuestra civilización, si Occidente no despierta una mañana sometido a la sharia. No sé si usted ha leído a Revel, si ha leído La tentación totalitaria, La gran mascarada o La obsesión antiamericana (el mejor libro que conozco sobre el tema), pero si no lo ha hecho y decide comenzar por Memorias. El ladrón en la casa vacía, que acaba de publicar en español Gota a Gota, en versión de Juan Antonio Vivanco Gefaell, no sólo tendrá una puerta de entrada excepcional a la obra de uno de los grandes pensadores franceses de esta época, sino que se encontrará con un hombre del que hacerse amigo, hijo, discípulo. Al rememorar la misa en la boda de su hija Eve, el 3 de diciembre de 1972, en una iglesia ortodoxa, Revel reflexiona: A pesar de que Eve y su prometido eran católicos, habían tenido el antojo de convertirse a la religión ortodoxa griega [...] Mi hijo mayor Matthieu acababa de abandonar la investigación científica para abrazar el budismo, y eso después de haberse doctorado en biología [...] En 1967 me casé con Claude Sarraute, judía, y nuestro hijo Nicolas resultó ser también judío porque, según la ley de Moisés, la religión de la madre determina la de los hijos. Sin renegar jamás de esas raíces, jamás llegó a albergar sentimientos religiosos, no más que su madre, por otra parte [...] tuve el placer de meditar sobre las vueltas que da la vida. Qué endeble es la influencia paterna. Yo, antiguo alumno de los jesuitas, convertido en ateo; yo, discípulo de Voltaire, animado desde mis dieciocho años por ese agnosticismo virulento que sabe suscitar la Compañía de Jesús, ¡tenía una hija ortodoxa griega, un hijo budista tibetano y otro hijo judío! [...] Desde hacía unos años la indiferencia había atenuado, y más tarde extenuado, mi anticlericalismo [...] He renunciado a encontrar un sentido a la frase de Malraux: "El siglo XXI será religioso o no será", y no creo que tenga ninguno. De hecho, religioso o no, el siglo XXI será. Pero corre el riesgo (y aquí es posible que Malraux tuviese razón) de ser más religioso que el XX, en el que las ideologías desplazaron un poco la fe para justificar la necesidad humana de exterminar a los infieles y de inventárselos en casos de necesidad. La madurez había desgastado mi intolerancia hasta tal extremo que incluso sentía gratitud hacia mis maestros, porque a fin de cuentas les debía unos buenos estudios. La extensión de la cita me parecía imprescindible porque en ese solo párrafo, muy mutilado (no hay puntos y aparte en una larga página y media), se expone, en esencia, lo que es un hombre civilizado, un occidental de nuestro tiempo, cuando decide asumir y llevar hasta sus últimas consecuencias su legado cultural. Freud, tan cuestionable en su concepción científica general, pero tan brillante en muchas de sus aseveraciones puntuales, decía que en cada familia hay un miembro por generación que se hace cargo del legado, de la memoria común y hasta de los recuerdos materiales de sus antepasados: es el que ordena las fotos en álbumes, el que mantiene la biblioteca y hace encuadernar o encuaderna los libros deteriorados, el que no lleva en el bolsillo el reloj del abuelo, sino que lo conserva en el primer cajón de la cómoda, por miedo a perderlo, y de tanto en tanto lo limpia y le da cuerda. Eso mismo sucede en la sociedad intelectual. Revel fue un fiel curador de las joyas de Occidente, mientras los Ramonet, los Chomsky, los cínicos de todo pelaje nacidos por generación espontánea de los despojos de Sartre, se dedicaban a desmontarlas y llevarlas por piezas a las casas de préstamos, si no a los peristas. Las Memorias de Revel son el minucioso y amoroso catálogo de esas joyas, y del modo en que las fue recibiendo, una a una, a medida que la experiencia se las iba revelando. Era un ateo convencido (ni siquiera emplea la palabra agnóstico a la hora de definirse), pero capaz de gratitud por lo que había aprendido de los jesuitas, y del todo acrítico con las opciones religiosas de sus hijos y de los hombres en general. Era, en ese sentido, todo lo que puede ser un buen cristiano, aunque no por medio de la fe, sino de la bondad misma: era un hombre bueno sin un átomo de buenismo, era un hombre libre y, por tanto, respetuoso con la libertad de todos y enemigo de cualquier forma de intolerancia. Un liberal radical, en todos los órdenes de la existencia. Por lo cual, naturalmente, estaba lleno de contradicciones, que viven de nosotros y en nosotros, y nos enfurecen mientras están allí y a veces, cuando logramos superarlas, vemos que nos han hecho crecer. La adolescencia es la edad de las contradicciones, y para muchos dura toda la vida. Otros, como Revel, alcanzan la madurez, la edad en la que nos conllevamos con nuestras contradicciones porque hemos aprendido que no siempre conviene acabar con ellas. Subtituló este libro El ladrón en la casa vacía, con ese punto de culpa que se experimenta al hablar del pasado y comprender que ese pasado no nos pertenece en exclusiva, que ha sido y sigue siendo compartido con otros, muchos de los cuales ya sólo viven en nuestro recuerdo y, por tanto, son juzgados a través de la evocación. Ésa es la tragedia de la mayoría de los libros de memorias: el miedo a que nos juzguen, sí, pero también el miedo a juzgar, que Revel supera mediante el humor, con cuyo auxilio se pueden decir cosas terribles sin que parezcan tales. Es una constante discretamente presente en toda la obra del autor, que en algún momento descubrió que las ideas de lógica aplastante suelen mover a la sonrisa: La obsesión antiamericana es una buena prueba de ello, desde su título. La vida de un francés libre y honesto, contada por él mismo con una distancia que no excluye la pasión, y que termina siendo la historia de un individuo a la vez que de la política y de la cultura de su tiempo: lo mismo que podría decirse de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. Dos siglos más tarde. No es poco. JEAN-FRANÇOIS REVEL: MEMORIAS. EL LADRÓN EN LA CASA VACÍA. Gota a Gota (Madrid), 2007, 672 páginas.
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