Lawrence Kasdan filmó, con William Hurt y Geena Davis, El turista accidental. El protagonista recorría el mundo superficialmente, visitando los sitios típicos y tópicos, para llevarse a su casa un retrato amanerado y falso de los lugares pseudovisitados que mostrar a los amigos. Michael Moore, convertido en un turista accidental de la salud, ha realizado un nuevo documental de propaganda (docu-prop) sobre sus dos obsesiones: él mismo y el American way of life.
Sicko hace referencia a una conducta enferma, bizarra, obscena. Podría ser, pues, el título de una autobiografía de Moore. Pero no. Con el olfato que le caracteriza, Moore ha abordado en sus dos últimos documentales las preocupaciones más agudas del pueblo norteamericano: la guerra de Irak (Farenheit 9/11) y, en Sicko, el sistema de salud. Moore colgó este aviso en internet: "Enviadme vuestra historia con el sistema de salud". Y, claro, recibió miles de casos sangrantes. Evidentemente, habría recibido las mismas protestas de cualquier sistema del mundo. Del español, uno de los estatalizados, habría recibido, en proporción, seguramente más: el último caso ha sido el de una mujer que ha ido de hospital público en hospital público con un feto muerto en su interior. Este docu-prop consta de dos partes, que van alternándose de forma concéntrica alrededor de su director, el de la triste y oronda figura. En primer lugar, se exponen numerosos casos de estadounidenses que se quejan del mal funcionamiento de su seguro de salud. Mediante este método inductivo, el facultativo Moore nos ofrece su diagnóstico del sistema yanqui: muy deficiente. En la segunda parte se trata de ofrecer modelos alternativos. Es entonces cuando el doctor Moore nos ofrece su terapia de choque: sistemas estatalizados como los que rigen, por ejemplo, en Gran Bretaña, Francia y ¡Guantánamo! (EEUU y Cuba). Música de violines: Adam, "uno de los casi cincuenta millones de americanos sin seguro de salud", se cose una fea herida en la pierna mientras lo observa impávido su gato. Rick se cortó dos dedos y, como no tenía seguro, tuvo que elegir que le implantaran sólo uno. Tampoco les va mejor a los asegurados: las compañías hacen lo imposible, en los límites de la legalidad pero mucho más allá de lo moralmente aceptable, para escamotearles los tratamientos. Por ejemplo, Larry y Donna llevaban una vida cómodamente asentada en la clase media hasta que él sufrió varios infartos y a ella le diagnosticaron un cáncer: el seguro los dejó tirados y ahora ambos pertenecen al lumpemproletariado. A Jason no lo aseguran por ser demasiado delgado. A Stefanie, por gorda. Y así van discurriendo los casos de María, Diane, Lauren o Amy contra compañías privadas como Cigna, Blue Shield, Horizon Blue Cross, BCS o Mega Life. ¿Cómo no sentir compasión por todos estos damnificados? ¿Cómo no sentir indignación contra Michael Moore por la utilización torticera de tanto dolor para satisfacer su narcisismo patológico? Lo relevante es que en ningún momento se recoge la voz de los satisfechos con el sistema (alguno habrá entre los 250 millones que sí tienen seguro) ni la de los acusados: las compañías privadas, por conducta criminal, y los políticos, a los que sataniza e impone el sambenito de la prevaricación. Sin confrontar distintos puntos de vista, sin investigar las circunstancias de cada caso, ¿cómo sabemos que Moore no nos está dando gato por liebre? Cuando toca hablar de los sistemas socializados, Dr. Moore arrumba el criticismo y nos pinta paraísos sanitarios en los que no hay masificación, ni listas de espera, ni imposición de médicos y tratamientos. Moore nos informa de que sólo el 17% de los estadounidenses está satisfecho con el sistema de su país, pero nos birla el dato –es un maestro de la ocultación– de que sólo el 25% de los británicos está conforme con el que les ha caído en suerte (o, por mejor decir, desgracia). No nos informa, por ejemplo, de que en Gran Bretaña es el National Institute for Clinical Excellence quien decide qué personas con problemas de visión tienen derecho a recibir tratamiento subvencionado. Y es que en todas partes cuecen habas, aunque Moore nos obligue a tragarnos su indigesta receta. Lo que nunca dice Moore, porque no le interesa o porque considera que sus espectadores son tan estúpidos que no merece la pena explicitarlo, es que en EEUU la contratación de un seguro es voluntaria y las primas están conectadas al riesgo. En Canadá o Gran Bretaña (o España), los gastos los paga el Estado mediante los impuestos. En Francia es obligatorio contratar un seguro de vida (como en España contratar un seguro automovilístico), pero el coste del mismo está ligado a la renta y no al riesgo (de donde deriva otro problema patológico: el "riesgo moral", es decir, la proliferación de gorrones, lo que –inadvertidamente– muestra Moore con la colonia de norteamericanos residentes en París, que viven a costa del sistema de salud francés sin pagar un dólar por él y se preguntan maravillados, mientras descorchan botella tras botella de burdeos, cómo es posible que los euros crezcan de los árboles a la orilla del Sena). Si siguiéramos el método inductivo de Moore, si recopiláramos casos de gente abandonada, mal asistida o directamente asesinada por el sistema, podríamos hacer decenas de documentales oportunistas y ventajistas sobre el sistema de salud británico, francés, canadiense o español (¿habrá oído hablar Moore de la gente que se muere en "lista de espera" en un sistema estatalista como el nuestro?). La cuestión es si para reformar los distintos sistemas hay que armarse de una visión de mercado o de una estatista. Para Tim Harford, autor del muy recomendable El economista camuflado, la orientación de mercado es necesaria... a menos que se quiera incurrir en la ineficiencia afrancesada. Por ello, el modelo que propone es el de Singapur, donde funciona una economía "mínimamente invasiva", siguiendo los criterios reformistas de mercado de Popper o Hayek. El debate en EEUU sobre su sistema de salud es impresionante y de una gran complejidad, aunque ahora haya sido rebajado por la irrupción de Sicko. Todos están de acuerdo en calificarlo, como el profesor Nikolai Wenzel en una carta a The Economist, de "ineficiente, derrochador, excluyente e innecesariamente caro", pero el problema reside, tanto para Wenzel como para la harvardiana Regina Herzlinger (The Economist, 31 de mayo de 2007), en una mala aproximación al mercado, lo que provoca una colusión de intereses entre el Estado y el oligopolio de la industria de la salud, en perjuicio de los legítimos intereses de los consumidores. No es que el mercado no funcione y tenga que venir el Estado a sustituirlo, sino que hay que diseñar el mercado de manera que la competencia y la información fluyan sin interferencias. El modelo de Herzlinger es Suiza. Por cierto, miente Michael Moore cuando dice que EEUU es el único país desarrollado que no tiene un sistema de salud universal y subvencionado a través de los impuestos (lo que vulgar y equivocadamente se suele denominar "gratuito"). A menos que Suiza, donde recientemente los ciudadanos han rechazado por referéndum el sistema de salud asistencial, subvencionado y mediocre que defiende Moore, haya sido expulsada de la OCDE en los últimos meses, pierde. Michael Moore no es más que un niño grande y narcisista que ha descubierto un juguete tremendamente lucrativo: el negocio de la contracultura. Cree, y nos lo muestra a través de su práctica documental, que la verdad, la objetividad, en definitiva, los hechos, son estorbos para su destino mesiánico. A su alrededor se agitan satisfechos los golfos y los bobos, los que son incapaces de distinguir la realidad de la ficción, bien porque esperan sacar buena tajada de la confusión, bien porque no pueden alcanzar la madurez necesaria para encauzar sus vidas según el principio de realidad. En su periplo como doctor accidental, tiene momentos hilarantes, en los que brillantemente hace el papel de estúpido benevolente, una mezcla pavorosa entre el idealismo pendenciero de Don Quijote y el rastrero sentido común de Sancho Panza. En Londres, en el cementerio de Highgate, se planta ante la tumba de Karl Marx para hacerle un homenaje, sin ser consciente de que el filósofo alemán lo retrató lúcidamente: (...) la utopía (…) suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto (...) que, sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos (…) en el fondo no hace más que (…) imponer su propio ideal a despecho de la realidad social. Por último, es sangrante la propaganda que hace Moore de la dictadura cubana, algo generalizado entre los radical-chic hollywoodienses, a costa de unos enfermos norteamericanos a los que usa torticeramente, para mayor gloria de Castro y de sí mismo. Así, acepta sin pestañear las estadísticas oficiales del régimen, cuando desde la caída de la Europa comunista sabemos cómo se confeccionan en las patrias del proletariado. De la mortalidad infantil cubana, más baja que la registrada en EEUU, se puede objetar, como hace el profesor Carmelo Mesa-Lago, de la Universidad de Pittsburgh, que puede verse afectada por la altísima tasa de abortos habida en la Isla. En cuanto a la esperanza de vida, debe lo suyo a los exiliados, pues se computa su nacimiento pero no su defunción. Si los americanos hacían turismo sexual durante la dictadura de Batista (por cierto, Castro ha convertido la Isla en el burdel de Europa, en dura pugna con Tailandia), con el dictador comunista lo que impera es lo que Juan José Sebreli denomina "turismo de la salud". Mientras los cubanos... pues eso, atendamos a Sebreli: (...) faltan antibióticos, faltan los medicamentos importados, que no se consiguen o se dejan para turistas; (...) en las farmacias –cualquiera que haya ido a La Habana [las] ve (...) vacías– no se puede conseguir una aspirina. Además, no puede haber salud donde la alimentación es muy rudimentaria, es muy poco variada y (...) falta el jabón y la pasta dentífrica (...) Explota hasta el paroxismo el mito de las dos Norteaméricas, la liberal-laica-culta-urbana-proeuropea-demócrata y la conservadora-ignorante-rural-religiosa-antieuropea. Y, claro, le aplauden en el Festival de Cannes, ese clímax de la con-fusión entre la farándula y la izquierda. Trujamanes de la "conciencia del pueblo", como los llama Gustavo Bueno, resentidos contra la economía de mercado, como decía Robert Nozick, han encontrado en el capitalismo, paradójicamente, un nicho de mercado semejante al de las prostitutas o los presentadores-estrella de televisión: el de la satisfacción de las necesidades más bajas. Autoproclamado tribuno de la plebe, todavía en sus orígenes (v. el documental Roger and me) parecía tener una preocupación genuina por los mansos, los débiles y los pobres de espíritu. Pero, docu-prop a docu-prop, se ha ido convirtiendo en un pesado delirante, un mentiroso compulsivo y un demagogo recalcitrante, mitad teólogo de la liberación, mitad telepredicador. En 1962 Juan Benet escribía: "El humor es una modalidad muy refinada del conocimiento crítico que necesita, para desarrollarse, el campo más fértil y valioso de la persona: la voluntad de conocer, la audacia, la sinceridad, la objetividad, el sentido de la elegancia y del ridículo, la rectitud de conciencia y la independencia moral deben estar siempre presentes para sazonar este fruto cuyas áreas de cultivo son cada día más escasas". Ahora, den la vuelta a esas ocho condiciones: obtendrán un fiel retrato del doctor accidental Michael Moore. Sicko(EEUU; 123 minutos. Dirección, guión y producción: Michael Moore. Calificación: Patológica (4/10). Pinche aquí para acceder al blog de SANTIAGO NAVAJAS.
Sicko hace referencia a una conducta enferma, bizarra, obscena. Podría ser, pues, el título de una autobiografía de Moore. Pero no. Con el olfato que le caracteriza, Moore ha abordado en sus dos últimos documentales las preocupaciones más agudas del pueblo norteamericano: la guerra de Irak (Farenheit 9/11) y, en Sicko, el sistema de salud. Moore colgó este aviso en internet: "Enviadme vuestra historia con el sistema de salud". Y, claro, recibió miles de casos sangrantes. Evidentemente, habría recibido las mismas protestas de cualquier sistema del mundo. Del español, uno de los estatalizados, habría recibido, en proporción, seguramente más: el último caso ha sido el de una mujer que ha ido de hospital público en hospital público con un feto muerto en su interior. Este docu-prop consta de dos partes, que van alternándose de forma concéntrica alrededor de su director, el de la triste y oronda figura. En primer lugar, se exponen numerosos casos de estadounidenses que se quejan del mal funcionamiento de su seguro de salud. Mediante este método inductivo, el facultativo Moore nos ofrece su diagnóstico del sistema yanqui: muy deficiente. En la segunda parte se trata de ofrecer modelos alternativos. Es entonces cuando el doctor Moore nos ofrece su terapia de choque: sistemas estatalizados como los que rigen, por ejemplo, en Gran Bretaña, Francia y ¡Guantánamo! (EEUU y Cuba). Música de violines: Adam, "uno de los casi cincuenta millones de americanos sin seguro de salud", se cose una fea herida en la pierna mientras lo observa impávido su gato. Rick se cortó dos dedos y, como no tenía seguro, tuvo que elegir que le implantaran sólo uno. Tampoco les va mejor a los asegurados: las compañías hacen lo imposible, en los límites de la legalidad pero mucho más allá de lo moralmente aceptable, para escamotearles los tratamientos. Por ejemplo, Larry y Donna llevaban una vida cómodamente asentada en la clase media hasta que él sufrió varios infartos y a ella le diagnosticaron un cáncer: el seguro los dejó tirados y ahora ambos pertenecen al lumpemproletariado. A Jason no lo aseguran por ser demasiado delgado. A Stefanie, por gorda. Y así van discurriendo los casos de María, Diane, Lauren o Amy contra compañías privadas como Cigna, Blue Shield, Horizon Blue Cross, BCS o Mega Life. ¿Cómo no sentir compasión por todos estos damnificados? ¿Cómo no sentir indignación contra Michael Moore por la utilización torticera de tanto dolor para satisfacer su narcisismo patológico? Lo relevante es que en ningún momento se recoge la voz de los satisfechos con el sistema (alguno habrá entre los 250 millones que sí tienen seguro) ni la de los acusados: las compañías privadas, por conducta criminal, y los políticos, a los que sataniza e impone el sambenito de la prevaricación. Sin confrontar distintos puntos de vista, sin investigar las circunstancias de cada caso, ¿cómo sabemos que Moore no nos está dando gato por liebre? Cuando toca hablar de los sistemas socializados, Dr. Moore arrumba el criticismo y nos pinta paraísos sanitarios en los que no hay masificación, ni listas de espera, ni imposición de médicos y tratamientos. Moore nos informa de que sólo el 17% de los estadounidenses está satisfecho con el sistema de su país, pero nos birla el dato –es un maestro de la ocultación– de que sólo el 25% de los británicos está conforme con el que les ha caído en suerte (o, por mejor decir, desgracia). No nos informa, por ejemplo, de que en Gran Bretaña es el National Institute for Clinical Excellence quien decide qué personas con problemas de visión tienen derecho a recibir tratamiento subvencionado. Y es que en todas partes cuecen habas, aunque Moore nos obligue a tragarnos su indigesta receta. Lo que nunca dice Moore, porque no le interesa o porque considera que sus espectadores son tan estúpidos que no merece la pena explicitarlo, es que en EEUU la contratación de un seguro es voluntaria y las primas están conectadas al riesgo. En Canadá o Gran Bretaña (o España), los gastos los paga el Estado mediante los impuestos. En Francia es obligatorio contratar un seguro de vida (como en España contratar un seguro automovilístico), pero el coste del mismo está ligado a la renta y no al riesgo (de donde deriva otro problema patológico: el "riesgo moral", es decir, la proliferación de gorrones, lo que –inadvertidamente– muestra Moore con la colonia de norteamericanos residentes en París, que viven a costa del sistema de salud francés sin pagar un dólar por él y se preguntan maravillados, mientras descorchan botella tras botella de burdeos, cómo es posible que los euros crezcan de los árboles a la orilla del Sena). Si siguiéramos el método inductivo de Moore, si recopiláramos casos de gente abandonada, mal asistida o directamente asesinada por el sistema, podríamos hacer decenas de documentales oportunistas y ventajistas sobre el sistema de salud británico, francés, canadiense o español (¿habrá oído hablar Moore de la gente que se muere en "lista de espera" en un sistema estatalista como el nuestro?). La cuestión es si para reformar los distintos sistemas hay que armarse de una visión de mercado o de una estatista. Para Tim Harford, autor del muy recomendable El economista camuflado, la orientación de mercado es necesaria... a menos que se quiera incurrir en la ineficiencia afrancesada. Por ello, el modelo que propone es el de Singapur, donde funciona una economía "mínimamente invasiva", siguiendo los criterios reformistas de mercado de Popper o Hayek. El debate en EEUU sobre su sistema de salud es impresionante y de una gran complejidad, aunque ahora haya sido rebajado por la irrupción de Sicko. Todos están de acuerdo en calificarlo, como el profesor Nikolai Wenzel en una carta a The Economist, de "ineficiente, derrochador, excluyente e innecesariamente caro", pero el problema reside, tanto para Wenzel como para la harvardiana Regina Herzlinger (The Economist, 31 de mayo de 2007), en una mala aproximación al mercado, lo que provoca una colusión de intereses entre el Estado y el oligopolio de la industria de la salud, en perjuicio de los legítimos intereses de los consumidores. No es que el mercado no funcione y tenga que venir el Estado a sustituirlo, sino que hay que diseñar el mercado de manera que la competencia y la información fluyan sin interferencias. El modelo de Herzlinger es Suiza. Por cierto, miente Michael Moore cuando dice que EEUU es el único país desarrollado que no tiene un sistema de salud universal y subvencionado a través de los impuestos (lo que vulgar y equivocadamente se suele denominar "gratuito"). A menos que Suiza, donde recientemente los ciudadanos han rechazado por referéndum el sistema de salud asistencial, subvencionado y mediocre que defiende Moore, haya sido expulsada de la OCDE en los últimos meses, pierde. Michael Moore no es más que un niño grande y narcisista que ha descubierto un juguete tremendamente lucrativo: el negocio de la contracultura. Cree, y nos lo muestra a través de su práctica documental, que la verdad, la objetividad, en definitiva, los hechos, son estorbos para su destino mesiánico. A su alrededor se agitan satisfechos los golfos y los bobos, los que son incapaces de distinguir la realidad de la ficción, bien porque esperan sacar buena tajada de la confusión, bien porque no pueden alcanzar la madurez necesaria para encauzar sus vidas según el principio de realidad. En su periplo como doctor accidental, tiene momentos hilarantes, en los que brillantemente hace el papel de estúpido benevolente, una mezcla pavorosa entre el idealismo pendenciero de Don Quijote y el rastrero sentido común de Sancho Panza. En Londres, en el cementerio de Highgate, se planta ante la tumba de Karl Marx para hacerle un homenaje, sin ser consciente de que el filósofo alemán lo retrató lúcidamente: (...) la utopía (…) suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto (...) que, sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos (…) en el fondo no hace más que (…) imponer su propio ideal a despecho de la realidad social. Por último, es sangrante la propaganda que hace Moore de la dictadura cubana, algo generalizado entre los radical-chic hollywoodienses, a costa de unos enfermos norteamericanos a los que usa torticeramente, para mayor gloria de Castro y de sí mismo. Así, acepta sin pestañear las estadísticas oficiales del régimen, cuando desde la caída de la Europa comunista sabemos cómo se confeccionan en las patrias del proletariado. De la mortalidad infantil cubana, más baja que la registrada en EEUU, se puede objetar, como hace el profesor Carmelo Mesa-Lago, de la Universidad de Pittsburgh, que puede verse afectada por la altísima tasa de abortos habida en la Isla. En cuanto a la esperanza de vida, debe lo suyo a los exiliados, pues se computa su nacimiento pero no su defunción. Si los americanos hacían turismo sexual durante la dictadura de Batista (por cierto, Castro ha convertido la Isla en el burdel de Europa, en dura pugna con Tailandia), con el dictador comunista lo que impera es lo que Juan José Sebreli denomina "turismo de la salud". Mientras los cubanos... pues eso, atendamos a Sebreli: (...) faltan antibióticos, faltan los medicamentos importados, que no se consiguen o se dejan para turistas; (...) en las farmacias –cualquiera que haya ido a La Habana [las] ve (...) vacías– no se puede conseguir una aspirina. Además, no puede haber salud donde la alimentación es muy rudimentaria, es muy poco variada y (...) falta el jabón y la pasta dentífrica (...) Explota hasta el paroxismo el mito de las dos Norteaméricas, la liberal-laica-culta-urbana-proeuropea-demócrata y la conservadora-ignorante-rural-religiosa-antieuropea. Y, claro, le aplauden en el Festival de Cannes, ese clímax de la con-fusión entre la farándula y la izquierda. Trujamanes de la "conciencia del pueblo", como los llama Gustavo Bueno, resentidos contra la economía de mercado, como decía Robert Nozick, han encontrado en el capitalismo, paradójicamente, un nicho de mercado semejante al de las prostitutas o los presentadores-estrella de televisión: el de la satisfacción de las necesidades más bajas. Autoproclamado tribuno de la plebe, todavía en sus orígenes (v. el documental Roger and me) parecía tener una preocupación genuina por los mansos, los débiles y los pobres de espíritu. Pero, docu-prop a docu-prop, se ha ido convirtiendo en un pesado delirante, un mentiroso compulsivo y un demagogo recalcitrante, mitad teólogo de la liberación, mitad telepredicador. En 1962 Juan Benet escribía: "El humor es una modalidad muy refinada del conocimiento crítico que necesita, para desarrollarse, el campo más fértil y valioso de la persona: la voluntad de conocer, la audacia, la sinceridad, la objetividad, el sentido de la elegancia y del ridículo, la rectitud de conciencia y la independencia moral deben estar siempre presentes para sazonar este fruto cuyas áreas de cultivo son cada día más escasas". Ahora, den la vuelta a esas ocho condiciones: obtendrán un fiel retrato del doctor accidental Michael Moore. Sicko(EEUU; 123 minutos. Dirección, guión y producción: Michael Moore. Calificación: Patológica (4/10). Pinche aquí para acceder al blog de SANTIAGO NAVAJAS.
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