Vivir hoy en el mundo exterior es reiterar el sueño, repugnante sensación de ausencia de control. Uno se levanta y se aferra a pequeñas miradas sobre pequeños objetos. Son anclajes que ayudan a caminar ajeno a la demencia de lo onirico, al ardor de las heridas, la hiel mansa del letargo. Es como cuando muere alguien muy cercano y paseas tras la noticia, todo te cubre de indignación y preguntas mil veces porqué el mundo continua y la gente se ríe. Parece que la turbación funeraria solo pertenece a un sueño que solo cabalga contigo.
Esa somnolencia reina en mi pueblo. La defunción de una forma de vida se revela ante mis ojos. La sensación de vivir un sueño decadente se apropia de mi mente, de mi ánimo. Todo me huele a cadaver y camino con un pañuelo que me aisle de hedores y pestes. La maravilla que otorga eternidad a lo efimero, a lo diminuto, me despoja del trazo fino en mi vida. Salpica la gota grasa de pintura espesa: grotescos personajes desbaratan un hogar protector en virtud de gigantescas ideas que superan sus potencias. Se creen en posesión de misiones de hombres; las vomitonas de la mili llegan aquí. Un mono desquiciado, aupado por extremas masturbaciones, sin corazón, sesgan cabezas primorosas con una sierra a gasoil. Todo universo se generó con una revuelta, plena de fuego y sedición, hasta que los matarifes y saturnos cesan por agotamiento y hastío de comer hijos. Solo la siguiente generación vivira tranquila hasta que nuevos cortes cercenen cerebros. Los portadores de palabras son los primeros que encienden el fuego del eterno retorno. Son seres sin hijos verdaderos. Solo anticiparse a su cobardia ejecutora salva esa reiteración del ciclo de estos bastardos de Nietzsche, sin su valor demencial. Para vivir una realidad plena debemos matar los sueños de otros y así poder exterminar los dias del gatopardo. La decadencia se trabaja, no nace, y se puede aniquilar.
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