miércoles, abril 02, 2008

House of Jordan

Kravchenko, pionero de la disidencia, reseña de JM Marco

Víctor Kravchenko murió violentamente en 1966, como consecuencia de unas heridas de bala. Ruso, ingeniero de profesión, había ganado dinero en Perú y se había instalado en Manhattan. Su hijo nunca creyó que la muerte fuera un suicidio. Siempre mantuvo que su padre fue asesinado por los servicios secretos soviéticos. No resulta inverosímil. Desde que salió de la Unión Soviética, a mediados de los años 40, Kravchenko vivió una aventura extraordinaria. En su país –por así llamarlo– había llegado a conocer como pocos la realidad del monstruo comunista. Había nacido en una familia perseguida por el zarismo y saludó el golpe de estado leninista como una emancipación. Y se convirtió en un joven comunista comprometido y serio.
Pero pronto se dio cuenta de la realidad. Sufrió persecuciones, aunque su capacidad profesional y su intuición le llevaron a salvar todos los escollos, incluida la gran purga desencadenada por Stalin tras el asesinato de Kirov, novelada con mano maestra por Victor Serge en El caso Tuláyev.
Como culminación de una carrera accidentada, pero conducida con mano firme, Kravchenko consiguió ser destinado a un puesto en Washington. Ya lo tenía todo planeado. No volvería jamás a la Unión Soviética.
Los últimos capítulos de
Yo escogí la libertad cuentan de forma inolvidable, digna de Ninotchka –de la que, por cierto, existe una curiosísima secuela española titulada Escuela de comunismo–, los primeros días en Canadá y en Estados Unidos del grupo de rusos que acompañaban a Kravchenko: todos compartieron la misma ingenua admiración ante la abundancia y el mismo desconcierto ante una libertad que les confunde, sin que sepan qué hacer con lo que se les aparece como pura y simple "anarquía".
Kravchenko sí sabía lo que quería, y en su libro relata la presión oficial de la que eran objeto los funcionarios en el extranjero, así como la persecución a la que fue sometido en cuanto dio el paso de romper con los soviéticos.
No cuenta, claro está, lo que Horacio Vázquez-Rial narra en un prólogo conciso y jugoso. Y es que la publicación de Yo escogí la libertad en inglés y luego en francés provocó un proceso, un intento de repetir las purgas estalinistas en… París. Lo puso en marcha el Partido Comunista de Francia, y contó con la colaboración de parte de la plana mayor de la intelectualidad de este país, algunos de cuyos miembros habían vivido sin mayores problemas bajo la ocupación nazi. Kravchenko lo ganó, pero la propaganda comunista había logrado contrarrestar, al menos en parte, el escándalo suscitado por el libro.
En Estados Unidos, Kravchenko se había dado cuenta del éxito de la mentira comunista. A pesar de la información que circuló desde el primer momento, la opinión pública occidental, incluida la norteamericana, estaba dispuesta a creerse a pies juntillas la farsa del paraíso soviético. La publicación de su libro, en 1946, constituyó un torpedo en plena línea de flotación de esa ilusión criminal.
Sin ahorrar detalles, con la claridad de quien lo ha vivido todo en primera persona y la frialdad de un ingeniero, Kravchenko describe en esta autobiografía novelada su experiencia de la realidad comunista: las muertes por hambre, las arbitrariedades, la mentira sistemática, los chantajes, la represión, las torturas, los campos de concentración, la bestialidad y el envilecimiento moral a que conduce sin remedio el socialismo real.
Yo escogí la libertad fue un gigantesco éxito en su tiempo. No pudo echar por tierra la mistificación comunista, pero abrió una brecha que tuvo particular importancia en la evolución de la derecha norteamericana, a la que proporcionó argumentos para elaborar una posición, firme desde entonces, contra quienes habían sido los aliados contra Hitler. Su lectura, hoy en día, sigue siendo tan apasionante como lo debió de ser a mediados de los años 40. Víctor Kravchenko, como Victor Serge o Victor Souvarin, pertenece a la generación de disidentes de antes de la guerra a los que se ya refirió
Carlos Semprún en estas mismas páginas. Luego vinieron los grandes testimonios de Soljenitsin o de Shalámov, entre otros muchos.
El libro de Kravchenko carece de la intensidad dolorosa, casi insoportable, de los Relatos de Kolymá de Shalámov, o de la amplitud y la profundidad humanista de las novelas y testimonios de Soljenitsin. Pero, gracias a su sencillez periodística, se lee de un tirón y nos sigue enseñando nuevos aspectos de las abominaciones cometidas en nombre de la gran utopía del siglo XX.
Como libro pionero de la disidencia, Yo escogí la libertad sigue siendo una lección, casi un manual, sobre el poder de la mentira. También, por tanto, para los tiempos oscuros que nos ha tocado vivir.
VÍCTOR KRAVCHENKO: YO ESCOGÍ LA LIBERTAD. Ciudadela (Madrid), 2008, 320 páginas.

La actitud conservadora, reseña de Antonio Golmar

A menudo los diálogos políticos más enriquecedores no se producen en la arena mediática, sino en el reducido ámbito de la academia, que genera los argumentos que luego dan forma y contenido a los programas de los partidos. Uno de los más interesantes del siglo XX fue el que mantuvo Michael Oakeshott con socialistas y liberales tras la Segunda Guerra Mundial.
El de 1944 fue un año crucial para el pensamiento político liberal:
Friedrich Hayek y Ludwig von Mises publican casi al unísono Camino de servidumbre y Gobierno omnipotente. En medio del debate sobre las virtudes de la economía de guerra y la intervención masiva del Estado para asegurar la paz y la prosperidad, estos dos autores señalan que el Gobierno no solamente no es parte de la solución, sino que constituye la principal causa del problema, esto es, la tiranía y la guerra.
Tres años después, y coincidiendo con la creación de la
Sociedad Mont Pelerin, sale a la luz el ensayo Racionalismo en política, donde Michael Oakeshott critica severamente la "política de la perfección" y de la "uniformidad" y lamenta el excesivo racionalismo, que tiene su origen en "la exageración de las esperanzas de Bacon y en el desprecio por el escepticismo de Descartes" y se manifiesta en la transformación de las tradiciones en ideología. Su desafío a los liberales se encuentra resumido en esta alusión directa a Hayek:
Tal vez sea esto lo más importante de Camino de servidumbre de Hayek, no la contingencia de su doctrina, sino el hecho de que sea una doctrina. Planificar para resistir cualquier planificación puede ser mejor que su contrario, pero pertenece al mismo estilo político. Y sólo en una sociedad profundamente infectada por el racionalismo la transformación de las fuerzas tradicionales de resistencia a la tiranía en una ideología consciente puede ser considerada un refuerzo de aquéllas.
El desafío a los liberales austriacos continúa en 1956, cuando Oakeshott, que llegó a la London School of Economics de Londres a enseñar Ciencia Política el mismo año en que Hayek abandonó esa universidad para recalar en Chicago, pronuncia su célebre conferencia "On Beign a Conservative", traducida al español como "La actitud conservadora", en la que dice cosas como la que sigue:
Ser conservador consiste (...) en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica.
Es ésta una fórmula que muchos habrán oído reproducida con más o menos acierto pero que hasta ahora no había sido publicada en nuestro país (sí en México, en el Fondo de Cultura Económica). Por segunda vez, Oakeshott lanza el guante a los que, según él, "no valoran nada, cuyos vínculos son efímeros y desconocen el amor y el afecto". Sin mencionar a nadie en particular, el británico repasa algunos de los argumentos formulados en obras anteriores y basa su defensa del cambio lento y no animado por una visión de la perfección en los conceptos de racionalidad limitada y consecuencias imprevistas.
Tales nociones, aplicadas posteriormente a la sociología electoral y a la teoría de las organizaciones, marcarían a las generaciones posteriores de estudiosos de la democracia y constituyen en la actualidad la base del intenso debate entre los mal llamados partidarios de la "democracia minimalista" y los denominados "fundamentalistas democráticos" de la izquierda. También entre las distintas corrientes liberales (Estado Limitado, Estado Mínimo y anarco-capitalismo), en cuyas discusiones subyace a menudo, si bien de forma distorsionada, debido al influjo de la respuesta de Hayek a Oakeshott en
Por qué no soy conservador (1959), un análisis y refutación de los argumentos del británico difícil de entender y de valorar sin acudir antes a su fuente, que es la conferencia de Swansea.
Por eso la lectura de La actitud conservadora es una tarea casi obligada para cualquier interesado en una comprensión cabal del liberal-conservadurismo, que al contrario de lo que muchos piensan no tiene su origen en el referido economista austriaco, sino en Oakeshott, quien señala (o profetiza) el triunfo y preponderancia del hábito mental progresista y advierte contra una de las modas del pensamiento posmoderno: la sustitución de las herramientas y de las reglas generales sancionadas por la experiencia por una serie de proyectos basados en el conflicto y en la generación y liberación de energía desbordada. Sin embargo, "cuanto más ansioso esté por ganar éste [el juego] un participante, más valioso será un conjunto inflexible de reglas".
Es por esta vía, y no por la del organicismo ni por la religión, como le achacan sus críticos libertarios, que Oakeshott llega a la conclusión de que en política "el hecho de gobernar es una actividad limitada y específica que se refiere a la provisión y salvaguarda de reglas generales de conducta, entendidas éstas no como imposiciones de actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a cada cual desarrollar, con la menor frustración, las actividades de su propia elección", y no, en cambio, "transformar un sueño privado en una forma pública y obligatoria de la vida".
Por otra parte, advierte de que la función del Gobierno "no consiste en imponer otras creencias y actividades a sus súbditos, ni tampoco en protegerlos ni educarlos; ni en hacerlos mejores o más felices en otra forma; ni en dirigirlos ni estimularlos a la acción; ni en guiarlos ni coordinar sus actividades para evitar motivos de conflicto". Sin embargo, y ahí se produce un nuevo motivo de complementariedad entre liberales y conservadores, Oakeshott no piensa que sea necesario apelar al libre juego de la elección humana como valor absoluto, ni a la propiedad como derecho natural, para defender un Estado limitado:
[Los sueños de los políticos] no son diferentes de los de las demás personas, y si ya resulta aburrido tener que escuchar una y otra vez los sueños de los demás, intolerable sería que se nos obligara a realizarlos. Toleramos a los monomaníacos, es ya una costumbre hacerlo; pero ¿por qué habrían de gobernarnos? (...) Dado que la vida es un sueño, pensamos (con lógica plausible, pero errónea) que la política debe ser un choque de sueños en el que esperamos imponer el nuestro.
Por lo tanto, se equivocan quienes, como Paloma de la Nuez en su introducción de
Principios de un orden social liberal de Hayek, señalan que hoy en día "muchos conservadores se han acercado al liberalismo por su común oposición al socialismo y su defensa de la economía de mercado, aunque no comparten con los liberales ni un solo principio más". Se podría argumentar justo lo contrario, es decir, que el sesgo conservador que muchos han percibido en esta obra se deba precisamente a la relectura y reevaluación de las aportaciones anteriores de Oakeshott.
El debate sigue abierto, y lo más conveniente es actuar de forma precavida y desconfiada, ser conscientes de que tanto Hayek como Oakeshott evitaban en ocasiones referirse de forma directa a sus argumentos rivales. Ellos también caminaban a hombros de gigante, aunque fueran de su misma talla, pero tal vez la vanidad les impidiera reconocerlo.
En cuanto a la edición, es preciso felicitar a la editorial
Sequitur por su colección de textos políticos, que rellena un hueco despreciado injustamente por otras editoriales y pone a disposición del lector español ésta y otras obras fundamentales para entender las premisas en torno a las cuales gira la discusión política actual, tanto en la derecha como en la izquierda. La traducción de Javier Eraso Ceballos es excelente y especialmente meritoria, pues verter el estilo florido y a menudo sinuoso de Oakeshott sin restarle un ápice de elegancia no es tarea fácil. Si acaso, cabe achacar a la editorial la elección de una introducción demasiado intrincada, el "Oakeshott, Berlin y la Ilustración" del teórico socialista John Gray. Si bien su enfoque hipercrítico es ciertamente estimulante, creo que lidia de forma sólo indirecta con el objeto de la conferencia. Pero, como dice el mismo Gray, "esto es, como diría cada uno a su manera, otra historia".
MICHAEL OAKESHOTT: LA ACTITUD CONSERVADORA. Sequitur (Madrid), 2007, 91 páginas. ANTONIO GOLMAR, politólogo y miembro del
Instituto Juan de Mariana.