martes, junio 15, 2010

La ultima cima

Trailer Película "La última cima" YA EN + 60 SALAS DE TODA ESPAÑA from infinitomasuno.org on Vimeo.

La iglesia debería mostrarse mas de este modo. No beatificando a oscuras a gente de hace mil años. Tres documentales así y los seminarios llenos. Nada oscuro. Todo lleno de vida corriente y conceptos simples. Pero cargados de transcendencia.
Una lastima ver como este hombre, Pablo Domínguez Prieto, joven decano de la Facultad de Teología de San Dámaso de Madrid, un genio espiritual, permaneció en el anonimato para el gran publico. La sinopsis del documental la escribió un enemigo: Pablo, sacerdote, sabía que iba a morir joven y deseaba hacerlo en la montaña. ¡Deduces que el pobre estaba terminal y que fué al monte a matarse!. Así tratan el producto.
La foto del cura asesinado en el 36 que comentaba Pablo es un descubrimiento. Los dos amiguetes de Pablo que recuerdan al cura confesando eran muy simpáticos (Padre, maté a mi madre. Muy bien hijo, muy bien. Sigue.). La anécdota de los anarquistas que le publicaron el libro y le acompañaron en la Feria del Libro durante la firma, todos melenudos y él de sotana, fué tronchante. ¡Ellos parecian los desubicados!. La sala estaba llena de abuelos y lloraban.

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lunes, junio 07, 2010

Kluge

Gary Marcus -- home page
How much would you pay to have a small memory chip implanted in your brain if that chip would double the capacity of your short-term memory? Or guarantee that you would never again forget a face or a name?
There’s good reason to consider such offers. Although our memories are sometimes spectacular — we are very good at recognizing photos, for example — our memory capacities are often disappointing. Faulty memories have been known to lead to erroneous eyewitness testimony (and false imprisonment), to marital friction (in the form of overlooked anniversaries) and even death (sky divers have been known to forget to pull their ripcords — accounting, by one estimate, for approximately 6 percent of sky-diving fatalities). The dubious dynamics of memory leave us vulnerable to the predations of spin doctors (because a phrase like “death tax” automatically brings to mind a different set of associations than “estate tax”), the pitfalls of stereotyping (in which easily accessible memories wash out less common counterexamples) and what the psychologist Timothy Wilson calls “mental contamination.” To the extent that we frequently can’t separate relevant information from irrelevant information, memory is often the culprit.
All this becomes even more poignant when you compare our memories to those of the average laptop. Whereas it takes the average human child weeks or even months or years to memorize something as simple as a multiplication table, any modern computer can memorize any table in an instant — and never forget it. Why can’t we do the same?
Much of the difference lies in the basic organization of memory. Computers organize everything they store according to physical or logical locations, with each bit stored in a specific place according to some sort of master map, but we have no idea where anything in our brains is stored. We retrieve information not by knowing where it is but by using cues or clues that hint at what we are looking for.
In the best-case situation, this process works well: the particular memory we need just “pops” into our minds, automatically and effortlessly. The catch, however, is that our memories can easily get confused, especially when a given set of cues points to more than one memory. What we remember at any given moment depends heavily on the accidents of which bits of mental flotsam and jetsam happen to be active at that instant. Our mood, our environment, even our posture can all influence our delicate memories. To take but one example, studies suggest that if you learn a word while you happen to be slouching, you’ll be better able to remember that word at a later time if you are slouching than if you happen to be standing upright.
And it’s not just humans. Cue-driven memory with all its idiosyncrasies has been found in just about every creature ever studied, from snails to flies, spiders, rats and monkeys. As a product of evolution, it is what engineers might call a kluge, a system that is clumsy and inelegant but a lot better than nothing.
If we dared, could we use the resources of modern science to improve human memory? Quite possibly, yes. A team of Toronto researchers, for example, has shown how a technique known as deep-brain stimulation can make small but measurable improvements by using electrical stimulation to drive the cue-driven circuits we already have.
But techniques like that can only take us so far. They can make memories more accessible but not necessarily more reliable, and the improvements are most likely to be only incremental. Making our memories both more accessible and more reliable would require something else, perhaps a system modeled on Google, which combines cue-driven promptings similar to human memory with the location-addressability of computers.
However difficult the practicalities, there’s no reason in principle why a future generation of neural prostheticists couldn’t pick up where nature left off, incorporating Google-like master maps into neural implants. This in turn would allow us to search our own memories — not just those on the Web — with something like the efficiency and reliability of a computer search engine.
Would this turn us into computers? Not at all. A neural implant equipped with a master memory map wouldn’t impair our capacity to think, or to feel, to love or to laugh; it wouldn’t change the nature of what we chose to remember; and it wouldn’t necessarily even expand the sheer size of our memory banks. But then again our problem has never been how much information we could store in our memories; it’s always been in getting that information back out — which is precisely where taking a clue from computer memory could help.
Gary Marcus, professor of psychology at New York University, is the author of “Kluge: The Haphazard Construction of the Human Mind.”

martes, junio 01, 2010

Permanecer en la provincia, en Martin H

En 1933 se ofreció a Heidegger por segunda vez una cátedra en la Universidad de Berlín, pero decidió quedarse en la pequeña Friburgo. Para justificar tal decisión escribió el texto cuya traducción ofrecemos. Este artículo de Heidegger apareció en 1934 en una obscura hoja periodística de provincia y no se volvió a publicar hasta los años 60.
En una abrupta cuesta de un amplio y alto valle de la Selva Negra, se levanta un pequeño refugio de esquiadores a 1.150 metros de altura sobre el nivel del mar. Su planta mide de seis a siete metros. El bajo techo recubre tres cuartos: la cocina, el dormitorio y un gabinete de estudio. En el estrecho fondo del valle y en la ladera opuesta, igualmente abrupta, yacen dispersos los cortijos de los campesinos, ámpliamente emplazados, con el gran techo que pende sobre ellos. Cuesta arriba se extienden las praderas y las dehesas hasta el bosque con sus viejos, enhiestos y oscuros abetos. Todo lo domina un claro cielo soleado en cuyo resplandeciente espacio dos azores se elevan trazando círculos.
Éste es mi mundo de trabajo visto con los ojos mirones del huésped o del veraneante. Yo mismo nunca miro realmente el paisaje. Siento su transformación contínua, de día y de noche, en el gran ir i venir de las estaciones. La pesadez de la montaña y la dureza de la roca primitiva, el contenido crecer de los abetos, la gala luminosa y sencilla de los prados florecientes, el murmullo del arroyo de la montaña en la vasta noche del otoño, la austera sencillez de los llanos totalmente recubiertos de nieve, todo esto se apiña y se agolpa y vibra allá arriba a través de la existencia diaria. Y, nuevamente, esto no ocurre en los instantes deseados de una sumesión gozosa o de una compenetración artificial, sino, solamente, cuando la propia existencia se encuentra en su trabajo. Sólo el trabajo abre el ámbito de la realidad de la montaña. La marcha del trabajo permanece hundida en el acontecer del paisaje.
Cuando en la profunda noche del invierno una bronca tormenta de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Su preguntar debe entonces tornarse sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento no puede ser sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la resistencia de los enhiestos abetos contra la tormenta.
Y el trabajo filosófico no transcurre cual la apartada ocupación de un extravagante, sino que tiene una íntima relación con el trabajo de los campesinos. Mi trabajo se asemeja al del joven campesino cuando sube la pendiente remolcando el trineo de la montaña y luego, una vez bien cargado con leños de aya, lo dirije a su cortijo en peligroso descenso; al del pastor cuando con su andar lentamente meditabundo arrea su ganado pendiente arriba; al del campesino cuando en su cuarto dispone en forma adecuada las innumerables tablillas para su techo. Allí arraiga su inmediata pertenencia a los campesinos.
El hombre de la ciudad piensa que "se mezcla con el pueblo" tan pronto condesciende a entablar una larga conversación con un campesino. Por las tardes, cuando durante la pausa del trabajo me siento con los campesinos en torno de la estufa o en la mesa junto al rincón donde está la imagen del Señor, casi nunca hablamos. En silencio fumamos nuestras pipas. Entretanto quizá cruza una palabra. Que el trabajo se termina en el bosque, que en la noche anterior se metió una marta en el gallinero, que posiblemente mañana una vaca parirá, que el campesino Oehmi ha tenido un ataque, que el tiempo pronto "se muda". La íntima pertenencia del propio trabajo a la Selva Negra y a sus moradores viene de un centenario arraigo suabo-alemán a la tierra que nada puede reemplazar.
Al hombre de la ciudad una estadía en el campo, como se dice, a lo más, lo "estimula". Pero la totalidad de mi trabajo está sostenida y guiada por el mundo de estas montañas y sus campesinos. Ahora, mi trabajo allá arriba se ve interrumpido a menudo por largo tiempo debido a gestiones, viajes para dictar conferencias, discusiones y la actividad docente aquí abajo. Pero tan pronto retorno arriba se aglomera, ya desde las primeras horas de estadía en el albergue, todo el mundo de las antiguas preguntas y, por cierto, en el mismo cuño con que las dejé.
Sencillamente, soy trasladado al ritmo propio del trabajo y, en el fondo, no domino en ningún caso su ley oculta. Los hombres de la ciudad se maravillan a menudo de este largo y monótono quedarse solo entre los campesinos y las montañas. Sin embargo esto no es ningún mero quedarse solo; pero sí soledad. En verdad en las grandes ciudades el hombre puede quedarse solo como apenas le es posible en ninguna otra parte. Pero allí nunca puede estar a solas. Pues la auténtica soledad tiene la fuerza primigenia que no nos aísla, sino que arroja la existencia humana total en la extensa vecindad de todas las cosas.
Es posible convertirse en una "celebridad" en un santiamén mediante los periódicos y revistas. Éste es siempre, por cierto, el camino más seguro por el que el querer más auténtico sucumbe al malentendido y llega al olvido profunda y rápidamente.
Por el contrario, la memoria campesina tiene su fidelidad sencilla, segura e incesable. Hace poco le llegó la hora de la muerte a una campesina allá arriba. Ella conversaba conmigo a menudo y de buena gana, y me enseñaba viejas historias del pueblo. En su lenguaje enérgico y lleno de imágenes conservaba todavía muchas palabras viejas y diversas sentencias que habían llegado a ser ininteligibles para los actuales jóvenes del pueblo y, así, han desaparecido del lenguaje vivo. Todavía el año pasado, cuando yo vivía solo semanas enteras en el refugio, esta campesina con sus 83 años, subía a menudo la abrupta cuesta que conduce a él. Quería ver, como decía, si yo todavía estaba allí y si no me había robado de improviso "algún duende". La noche que murió la pasó conversando con sus parientes y, hora y media antes de su fin, envió todavía un saludo al "señor profesor". Tal recuerdo vale incomparablemente más que el más hábil "reportaje" de un periódico de circulación mundial sobre mi pretendida filosofía.
El mundo de la ciudad está en peligro de sucumbir a una falsa creencia corruptora. Una impertinencia muy ruidosa y muy activa y muy delicada parece, a menudo, preocuparse por el mudo y la existencia del campesino. Pero con ello se niega precisamente lo que ahora sólo hace falta: mantener la distancia de la existencia campesina; abandonarla -ahora más que nunca- a su propia ley; ¡fuera las manos!, para no arrastrarla en una falsa habladuría de literatos sobre lo popular y el amor a la tierra. El campesino ni quiere ni necesita en ningún caso esta exagerada amabilidad ciudadana. Lo que ciertamente necesita y quiere es el tacto reservado respecto a su propio ser y a su independencia. Pero muchos de los procedentes de la gran ciudad y de los transeúntes -y no en último término los esquiadores- se comportan a menudo en el pueblo o en la casa del campesino como si se "divirtieran" en sus salones de recreo de la gran ciudad. Tal ajetreo destruye en una noche más de lo que puede fomentar jamás un adocenamiento científico de varios decenios sobre lo popular y las costumbres y usos del pueblo.
Dejemos toda intimidación condescendiente y todo falso culto de lo popular; aprendamos a tomar en serio allá arriba aquella existencia sencilla y dura. Sólo entonces nos podrá volver a decir algo.
Hace poco recibí la segunda llamada de la Universidad de Berlín. En una ocasión semejante me retiro de la ciudad a mi refugio. Escucho lo que dicen las montañas, los bosques y los cortijos. En esto vengo a donde mi viejo amigo, un campesino de 73 años. En los periódicos ha leído sobre el llamado a Berlín. ¿Qué irá a decir? Lentamente desliza la segura mirada de sus claros ojos en los míos, mantiene los labios fuertemente apretados, me coloca su mano fielmente circunspecta sobre el hombro y sacude su cabeza en forma apenas perceptible. Esto quiere decir: ¡irrevocablemente no!
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