lunes, junio 16, 2008

Melancolia segun el clérigo Burton



Que un clérigo amante de la sabiduría y los libros escriba un tratado de medicina es cosa rara. Que el tratado se convierta en un texto literario fundamental es más que raro, asombroso. Que el libro haya terminado convirtiéndose en un tratamiento de elección para curar, mediante el deleite y la admiración, la “patología” que lo ocupa (la melancolía), es una verdadera maravilla. Finalmente, que hayan sido médicos quienes hayan puesto al alcance de los lectores de habla hispana este libro monumental, la Anatomía de la Melancolía, de Robert Burton, cierra el círculo con un acto de justicia que las editoriales comerciales no habían sabido cumplir.

“¿Por qué un teólogo melancólico que no puede conseguir nada, si no es por medio de la simonía, no tendría derecho a cultivar la medicina?”, se preguntó Burton. Afirmaba que la melancolía es una enfermedad del alma, la cual pertenece tanto al teólogo como al médico: “Un buen teólogo debería ser un buen médico, por lo menos un médico del alma”. En su refugio vitalicio de la Universidad de Oxford disponía no sólo del inmenso caudal bibliográfico de la Biblioteca Bodleiana, sino de miles de volúmenes de su pertenencia, que lo rodeaban en sus habitaciones.
Más aún, tras la publicación de la primera edición de su Anatomía fue designado bibliotecario vitalicio en Christ Church. A esto se añade un detalle de no poca importancia: había leído todos esos libros y muchos más. Anticipándose a Walter Benjamin, quien hacia 1930 abogaría por un libro compuesto exclusivamente de citas de otros autores, Burton lo escribió, pero no pudo con su genio, y entretejió citas, glosas y referencias con su propia prosa, produciendo, no una mera antología de textos, sino un libro inmortal, al que se ha pretendido definir de muchas maneras (todas las cuales resultaron insuficientes): “mina de curiosísima información”, “asombrosa revelación de las ideas filosóficas y psicológicas de su tiempo”, “El Superlibro”, “anomalía gargantuélica”. Es un libro cuya densidad desafía la forma tradicional de la lectura, y cuyo calidoscópico contenido no permite dar cuenta de él mediante resúmenes o reseñas.
“Tiene el título más bello que se haya inventado para un libro. Pero es indigesto.”, dijo Emil Cioran. Acaso este aforista del suicidio se habría curado leyendo la Anatomía como corresponde, en pequeñas dosis, en muchísimas veces, según posología indicada por Jorge Luis Borges. Así lo leía el Dr. Samuel Johnson, quien a menudo se levantaba dos horas más temprano para consagrarlas a su lectura; así lo entendió Charles Lamb, que confesaba haber leído el libro cien veces, sintiendo cada una de ellas que para terminar de leerlo le faltaban otras mil. Desaforadamente expresó su admiración John Keats, cuando dijo: “Daría mi pierna preferida por haber escrito este libro”. Otros que admiraron (y saquearon) la obra de Burton fueron Laurence Sterne (para su Tristram Shandy) y Samuel Beckett. Reflejos de ella iluminan Moby Dick. Anthony Burgess, el autor de La naranja mecánica, la calificó “el más espléndido libro de la historia de la literatura”.
Burton, “el Montaigne inglés”, nació en Leicestershire, bajo el melancólico signo de Saturno, el 8 de febrero de 1577. Fue educado en escuelas donde padeció las vejaciones de rutina (que luego incluiría en su libro entre las posibles causas de melancolía), y a los dieciséis años ingresó en el Brasenose College, donde sólo se hablaba latín. En 1599 fue admitido en Christ Church College, donde recibió una severa educación clásica, y en 1614 concluyó sus estudios de teología. En 1616 fue designado vicario de la Iglesia de Santo Tomás, Oxford; en 1626, cuando ya había publicado la primera edición de su Anatomía, obtuvo un cargo que le importaba mucho más: el de bibliotecario de Oxford. Burton prácticamente no salió de Oxford, donde gozaba de una residencia vitalicia similar a la que obtendría Lewis Carroll, el autor Los Libros de Alicia. En realidad casi no salió de su biblioteca. En su obra dice que no viajó sino sobre libros y mapas. Anatomía de la Melancolía apareció en 1621, y cinco ediciones subsiguientes (1624, 1628, 1632, 1638 y 1641) incorporaron sucesivas revisiones y alteraciones.
“Melancolía” es una palabra polivalente. Desde la antiguedad se distinguió entre la causada por “bilis negra” y la más benigna y “prestigiosa”, que aquejaba con frecuencia a los poetas: según Aulio Gelio la melancolía es la enfermedad del héroe. La casi sinonimia de melancolía y tristeza perduró hasta nuestros días. Victor Hugo dijo que “melancolía es la felicidad de estar triste”, e Italo Calvino que es “tristeza que se ha vuelto luminosa”. También se incorporó la melancolía al concepto de la depresión, la manía y la locura. Burton la llama “el óxido del alma”, englobando en sus análisis los tormentos gemelos del decaimiento espiritual y sus manifestaciones físicas. La melancolía “grave” amenaza al cuerpo con un maligno despliegue de sensaciones, que Burton enumera en prodigioso catálogo. Señala que la melancolía es inherente al hecho de ser criaturas mortales. Inquiere si es enfermedad o síntoma. A quienes la definían como un delirio sin fiebre acompañado por temor y tristeza les señala que no toman en cuenta la imaginación y el cerebro. A los maniáticos del ejercicio físico (que no deja de recomendar) les recuerda que la ociosidad del espíritu es mucho peor que la del cuerpo; que la desocupación mental es una enfermedad; que la imaginación tiene una fuerza muy peculiar entre los melancólicos, y que para que la imaginación no nos aniquile la mente debe estar activa. Observa que no hay ser humano inmune a las tendencias melancólicas, y que la melancolía es inseparable de la idea de la muerte. Asienta el hecho de que la melancolía parece favorecer el mecanismo de la ideación y la meditación profunda, y de que hay hombres a quienes resulta placentera. Pero lo que hace del libro una obra inigualable es lo incidental: la melancolía es el trampolín, pero lo que interesa es la totalidad de la experiencia humana. Burton trata todos los ítems imaginables y muchísimos imaginarios. Los trasgos, la belleza, la geografía de América, la digestión, las pasiones, la bebida, el beso, los celos, la erudición y mil otras “atracciones” surgen a cada paso, aludidas con sabiduría y gracia inigualables. Incidentalmente, también, Burton dice: “Escribo sobre la melancolía para eludir la melancolía”.
Pasó su vida corrigiendo y aumentando la obra. Para dar idea de su vastedad basta decir que la primera edición tenía 900 páginas (unas 350.000 palabras) y la última 1.500 (más de medio millón); 13.333 citas de 1.598 autores se acomodan en los tres volúmenes. (Alguien palió su melancolía recopilando estos datos.) Sólo el prefacio tiene más de cien páginas, y el índice de temas (inexistente en la edición española) es tan copioso y llamativo que co nstituye por sí mismo una antología del detalle cómico y el florilegio erudito que hubiera querido escribir cualquiera de los surrealistas. Contiene gemas como “Calvicie, una desgracia”; “Ateísmo, entre los Papas”, “Bohemia, la licantropía en”, “Cerebro, sus excrementos”, “Cocodrilos, celosos”; “Golondrinas, cucos, dónde están en invierno”; “Músicos, locos”. Sinopsis laberínticas preceden cada una de las tres partes.
A menudo Burton parece burlarse de sí mismo, pero sus proyectiles apuntan a otros blancos: “El estilo improvisado, las tautologías, las imitaciones simiescas, toda la rapsodia esa de andrajos que amontono, después de haberlos recogido en cada basurero, excrementos de los autores, bicocas y tonterías, vertido en desorden, sin arte ni juicio, mal digerido, vano, vulgar, ocioso, aburrido y seco”, dice, refiriéndose al contenido de los volúmenes. En otro punto añade: “No me gustaría que se supiera quien soy”.
Firmó el libro como "Demócrito Junior”, en homenaje al filósofo que se reía de la necedad humana. No obstante, en el texto deja pistas que revelan claramente su identidad. Una de sus mayores astucias la constituye el uso de las citas, en las que son otros los que dicen cosas que un clérigo no debería decir. Deambula a través de mil materias: medicina, astronomía, astrología, filosofía, artes, política, ciencias naturales, sin que el libro sucumba al caos metodológico. Hizo solo todo su trabajo, sin contar siquiera con un amanuense. Anatomía de la melancolía apareció cuando corría el tercer año de la guerra que con el tiempo se llamaría “de los Treinta años”, en la que la crueldad de los ejércitos mercenarios, las pestes y el hambre, devoraron prácticamente a un 30% de la población civil europea.
Burton fue de los primeros en señalar que hay naciones enfermas como hay hombres enfermos, y que las patologías de los gobernantes suelen conducir a las naciones a verdaderas catástrofes. “Nada más peligroso para los hombres comunes que la flatulencia de los monarcas.” “Los reinos, provincias y cuerpos sensibles están sujetos a enfermedad, y hay muchas enfermedades en una república”. “¿No es este un mundo loco?”, pregunta Burton en su larga introducción Demócrito Junior al lector. “¿No están locos los que legan batallas tan brutales como memoriales perpetuos de su locura para todas las épocas?”. “Normalmente, a las sanguijuelas más cerebro de mosquito, a los más ladrones, a los villanos más desesperados, a los bribones traicioneros, a los asesinos inhumanos, a los miserables temerarios, crueles y disolutos, se los llama espíritus valientes y generosos, capitanes heroicos y valerosos, hombres bravos en las armas, soldados valientes y renombrados.”
Tras los prolegómenos da comienzo el Gran Show de la Melancolía. El primer tomo expone, define y distingue el trastorno, y enuncia sus causas. “En vano se hablará de curaciones, o se pensará en remedios, hasta que no se hayan considerado las causas.” Estas son: Dios, los espíritus, los ángeles malos o demonios, las brujas y magos, los astros, la edad avanzada, los padres, la mala dieta, la retención y evacuación, los malos aires, el ejercicio inmoderado, la soledad y la ociosidad, el sueño y la vigilia, las pasiones y turbaciones de la mente, la fuerza de la imaginación, la tristeza, el temor, la vergüenza, la desgracia, la envidia, la malicia, el odio; la emulación, la facción, el deseo de venganza, la ira, el descontento, las preocupaciones y miserias; el apetito concupiscible, los deseos y la ambición, la avaricia y la codicia, el gusto por el juego y los placeres inmoderados, el estudio excesivo (contiene una jugosa digresión sobre la miseria de los estudiosos).
Entre las causas “no necesarias, remotas, externas, adventicias o accidentales”, el primer lugar lo ocupa la nodriza. Siguen la educación, los terrores y pavores, las burlas, las calumnias, pérdida de libertad, servidumbre y prisión, la pobreza y necesidad. Al considerar los síntomas o señales de la melancolía en el cuerpo y en la mente, discierne entre los producidos por la educación, el flujo del tiempo, la influencia de las estrellas y de nuestra propia condición, combinados o no con otras enfermedades. Distintos son los de la “melancolía de la cabeza”, la “melancolía flatulenta hipocondríaca” y la “melancolía de las doncellas, monjas y viudas”, que no olvida. El segundo tomo instruye sobre la curación de la melancolía. Tras agotar el tema de la “Dietética”, con sus “correcciones” y “rectificaciones” (de la dieta, de la retención y la evacuación, del aire, de los ejercicios del cuerpo y de la mente, del despertar y de los sueños terribles), se ocupa Burton de “la medicina que cura con medicamentos” o “Farmacéutica”. “Muchos –señala—ponen objeciones a esta modalidad de medicina y sostienen que es innecesaria y poco provechosa para ésta y para cualquier enfermedad, porque los países que menos la utilizan viven más tiempo y tienen mejor salud”. No obstante, ofrece detallada exposición de diversos preparados, entre ellos “los que purgan la melancolía por arriba”, los que lo hacen “por abajo” y los compuestos, así como de “remedios quirúrgicos”. Este volumen cierra con pintorescas exposiciones sobre la melancolía “hipocondríaca” y la “ventosa o flatulenta”.
La melancolía amorosa es el tema más importante del tercer tomo. Maestro de la narrativa, Burton proporciona como ejemplos la mayoría de las grandes historias de amor, exhibe un enfoque moderno de los problemas psicológicos, y permanentemente hace sonreír al lector. Especulando desde su celibato académico sobre los placeres, ventajas y lacras del matrimonio, nos conduce a fantasías de infinitos besos, lista todas las posibilidades y artificios de la atracción femenina, antes de llegar a la conclusión de que se puede aceptar el matrimonio, sin desestimar la melancólica posibilidad de que uno termine encadenado a “un mero simulacro, un verdadero monstruo, un zopenco imperfecto”. El rosario de anécdotas y opiniones en pro y contra de la institución matrimonial es sencillamente desopilante. Su visión de lo erótico es tanto más atractiva cuando se tiene en cuenta que habiendo sido toda su vida un clérigo, todo es enteramente imaginario. Se explaya sobre la distinción entre el amor y otras pasiones, sobre el amor “heroico”, sobre los “atractivos artificiales del amor”, sobre las mil formas de cautivar y engañar que practican hombres y mujeres, sobre las “causas de la provocación a la lascivia”, sobre “alcahuetes” y “filtros”. “Quien se desploma desde lo alto de una montaña no corre tanto peligro como quien se hunde en el golfo del amor”. Muerte, traición, asesinato “son con frecuencia actos y escenas de esta tragicomedia”. No obstante, tomada a tiempo la melancolía amorosa puede aliviarse y, con diferentes y buenos remedios, corregirse. Son fundamentales el trabajo, la dieta, las medicinas, el ayuno. Cita a Charles de Lorme, quien sostuvo que los enamorados y los locos deben ser tratados con remedios idénticos. La terapéutica es amplísima y el vademécum copioso: hay quien mejora con sólo llevar un anillo de topacio, pero también hay procedimientos más drásticos, como la administración de testículo derecho de lobo, o de polvo de rana decapitada, machacados en agua de rosas. Lo cual conduce a pensar que más vale seguir las instrucciones del capítulo siguiente, que aconseja resistir desde un comienzo, evitar las oportunidades, huir del lugar donde la seducción amenaza, y acudir a “pasiones contrarias y trucos ingeniosos que estimulen una nueva pasión que neutralice la primera”. Pero el último y más eficaz recurso contra la melancolía amorosa –dice—“es dejar que los amantes colmen su deseo”. Esto conduce al tema del matrimonio, que expone con gracia insuperable.
“Puede ser malo o bueno, pues, por un lado, constituye una cruz y una auténtica calamidad, pero por otro lado es un dulce placer, una felicidad incomparable, un estado bienaventurado, un beneficio indescriptible, un absoluto contento. Todo depende de como salga.” Burton murió el 25 de enero de 1640 en Christ Church. Había anticipado la fecha de su deceso con notable precisión mediante un cálculo de su natividad. Un rumor que llegó hasta nuestros días dice que puso fin a su vida voluntariamente, para cumplir su propia predicción y no dejar tras sí un error de cálculo. Dejó, en cambio, un libro que tiene la extraordinaria virtud de quitar a sus lectores la melancolía.
Estamos aquí para agregar lo que podamos a la vida, no para extraer todo lo que podamos de ella. WILLIAM OSLER

Robert BURTON, Anatomía de la melancolía

Tras la recuperación, en 1996, del libro de Jacques Ferrand, Melancolía erótica o enfermedad de amor, la Asociación Española de Neuropsiquiatría prosigue la colección de «Historia» con la célebre Anatomía de la melancolía. La obra maestra de Robert Burton es un trabajo médico-ensayístico de primera línea que se imprimió en 1621 y en cuyo rótulo están las ideas de disección y de clasificación tan características del momento: en diversos títulos de entonces aparecen los giros «anatomía de los ingenios», «anatomía de la pobreza», incluso Anatomía del mundo.
Hace algunos años, un eminente lector como Borges ensalzó sobremanera este escrito impresionante de Robert Burton, alguien que había nacido en 1577, en una propiedad de Lindley, en Inglaterra. Burton recibió una severa educación clásica inicial en un colegio de Oxford, marcada por una lengua y cultura latinas que dominan en este enciclopédico libro; y luego, desde 1599, en el Christ Church College de esa ciudad, institución en donde permanecerá hasta su muerte en 1640, siendo su bibliotecario a partir de 1626. Reconocido bibliófilo y hombre de letras, el «Montaigne inglés» sobresale en el siglo XVII -tan brillante para las ciencias y las letras inglesas- tras la aparición, y la resonancia, de la gigantesca Anatomía de la melancolía a la que ahora puede acudir el lector de lengua española.
Resaltemos que esta publicación es un verdadero acontecimiento editorial, y no sólo en España, sino también en Europa. Difundida en el siglo XVII, aunque eclipsada en la época ilustrada (lo que no obsta para que dos grandes escritores, Laurence Sterne y Samuel Johnson, lo admirasen), la obra se recuperó en el siglo XIX en los países de habla inglesa. Y ha venido siendo reeditada constantemente hasta hoy -se ha seguido aquí la más reciente edición oxoniense, la realizada por T. C. Faulkner, N. K. Kiessling y R. L. Blair (The Anatomy of Melancholy, Oxford, Clarendon, 1989-1994, 3 vols.)-, a la par que se ha producido una bibliografía crítica muy abundante, sobre todo en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, donde Burton ha sido, desde el romanticismo, muy reconsiderado, leído, analizado.
Pero la traducción de este imparangonable trabajo «filosófico, médico e histórico», según indicaba el mismo Burton, no se ha llevado a cabo en las más importantes lenguas europeas. Tal ausencia ha estado condicionada por el tamaño de su escrito y tal vez por las mutaciones del gusto y del pensamiento. De hecho, con todo, extrañamente no circula este libro en Francia, ni total ni parcialmente. En Alemania, aparecieron unos fragmentos relativos a la melancolía amorosa en 1952, aunque recientemente, en 1991, se ha difundido un volumen que incluye la introducción burtoniana y sólo una sección de esta primera parte de que hoy disponemos en castellano. En Italia sucede, y es raro, algo similar: se ha publicado una versión de la tercera parte, en 1981 (con el mismo rigor que en alemán), y dos años después se editó la introducción, que corresponde a la ofrecida en el número extraordinario de índices de esta Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (1995, XV, 56, pp. 7-109) como avance editorial.
Ese último libro italiano estaba enriquecido por un hondo estudio de Jean Starobinski, «Demócrito habla. La utopía melancólica de Robert Burton», que ha sido reproducido aquí como prefacio por indicación del gran ensayista y médico ginebrino. Así, gracias a su magnanimidad, la primera edición española dispone de unas sabias palabras como pórtico adecuado a un autor no muy conocido en nuestra cultura: sólo existía hasta hace poco -y accesible únicamente en bibliotecas-, una esforzada pero brevísima y poco indicativa selección argentina de un centenar y medio de páginas de la Anatomía de la melancolía (Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947). Las palabras de Starobinski son, como veremos, la mejor introducción a una densa discusión cultural que gira en torno a la melancolía. Tras la brillante introducción («Un nuevo Demócrito al lector»), Burton, reputado conocedor de toda la trama melancólica, la antigua o la neogalénica, habla explícitamente aquí, de las causas de la tristeza: la naturaleza, los astros, la vejez, la herencia, la dieta, las evacuaciones, el sueño y la vigilia, todas las pasiones y turbaciones de la mente -imaginación, ira, juego, erudición-, la mala educación («los niños se descorazonan e intimidan de tal modo que nunca después tienen valor... ni se complacen con nada»).
Asimismo, en la tercera sección recorre todos los síntomas de la melancolía, en el cuerpo o en la mente, para concluir con una breve valoración de los pronósticos de ese mal que había avanzado de modo notable en su época hasta convertirse casi en una melodía reiterativa. Por supuesto que Burton, además de todo el entramado clásico y medieval de esta discusión inveterada, se hace eco de los tratados específicos más recientes, de Laurens, Bright, o del propio Ferrand (su Melancolía erótica); de las contribuciones médicas (o naturalistas) españolas, como las de Cristóbal de Vega o Luis Mercado (tan reconocidos en la Europa barroca), y extranjeras: Paracelso, Fuchs, Platter, Gesner, Porta, Aldrovandi o muchos otros más.
Pero la presencia paralela de «modernos» como Ficino, Vives, Erasmo, Las Casas, Budé, Cardano, Escalígero, Lipsio (el neoestoico, tan citado por él), Montaigne, Bacon, José de Acosta o Matteo Ricci, se suma a la incesante evocación de todo el pensamiento antiguo, con Hipócrates y Aristóteles al frente y, de modo destacado, con casi toda la literatura latina: Plauto, Cicerón, Virgilio, Livio, Horacio o Séneca, quien significativamente abre el libro burtoniano. Lo cual nos indica además que su recorrido gigantesco por el mundo de la tristeza es, en realidad, una disección de todo el mundo de los hombres, de sus pasiones, miedos, proyectos o extravíos, e, incluso, un recorrido por lejanas geografías: la América entonces inventariada; la China descrita por los jesuitas. Burton, además, se reconoce como un bufón o un actor enmascarado, como alguien «que se presenta insolentemente en este teatro del mundo» y que se dirige sin rodeos al lector -«tú mismo eres el tema de mi discurso»-; o que imagina al detalle, por añadidura, una inquietante utopía, una Terra australis incognita (pp. 107-115), en la que conviene finalmente detenerse.
Pues, como diagnostica Starobinski, el vínculo burtoniano entre melancolía y utopía es, cuando menos, doble: «nos ofrece un aspecto relativo al objeto (el Estado), y un aspecto que implica a la personalidad del utopista». Y añade que su orden utópico «se define como lo contrario de un mundo entregado al desarreglo caótico; restablece el dominio de la razón sobre los elementos que la locura general dejaba al abandono. Pero este dominio exige la omnipresente vigilancia de una supervisión (encomendada a «altos mandos»), y la amenaza de la pena capital para cualquiera que, infringiendo la ley del trabajo, permita que prevalezca el gasto fastuoso sobre la acumulación laboriosa. La violencia, que en el desorden del estado enfermo se malgastaba en los conflictos y los abusos dictados por el interés particular, pasa por completo a manos de la fuerza pública. ¿Reduce la utopía burtoniana la totalidad de la violencia que se desencadena en el mundo enfermo? Parece tener como objetivo eliminar la violencia actual que va unida al desorden, transformándola, por mediación de la ley, en una violencia potencial, cuyo monopolio se confía al Estado». De hecho, entonces, «hay desplazamiento de energía -pero a la vez conservación de esta energía, en la coacción institucional y en la espada alzada de una justicia sin piedad». Así, desde el desorden, el capricho y el hundimiento melancólico, Burton se desliza, ya en las inquietantes páginas prologales de su Anatomía, hacia un territorio en franca evolución como es el del ejercicio del poder, que se halla asociado al de la locura y que, en realidad, se hace eco del que está poniéndose en marcha en la Inglaterra misma que vio Burton, desde 1600 hasta 1640. Una magnífica literatura de todo tipo se había encargado, por esos años, de ponerlo en evidencia de modo más o menos larvado: en España, Italia, Francia o, desde luego, en Inglaterra: de Shakespeare a Bacon.
Según remacha aún Starobinski, el orden utópico viene a manifestarse «menos como el contrario objetivo de un mundo entregado al desorden melancólico, que como su envés subjetivo». Y es ésta una lección para nosotros, hipermodernos y doblemente intranquilos. La lección indirecta de Burton -que Starobinski hace mucho más patente en las citadas páginas, en verdad cruciales- es que nos vemos implicados a nuestro pesar en todo diagnóstico social acerca de la melancolía por nuestro ineludible saturnismo y por vernos obligados a devolver el poderío a la imperiosa necesidad, del mismo modo que Burton, tan lúcido, se veía compelido a entregar a la propia realidad las armas que ella misma se estaba forjando por su cuenta a costa del desgarramiento que él y sus contemporáneos sólo podían, en el fondo, constatar.
Robert Burton's The Anatomy of Melancholy (1621) is arguably the first major text in the history of Western cognitive science: not because Burton is the first to theorize the nature of cognition or engage in cognitive modeling, as is made plainly evident by the many quasi-plagiarisms and numerous references to other thinkers which appear in Burton's text, but because of the thematic underpinnings and encyclopedic nature of Burton's vision. Burton's theories are based upon no contemporaneously new medical evidence about the anatomical workings of the human body or mind. As
Floyd Dell has pointed out, "early 17th-century medicine, at the time Burton wrote, was humbly relying upon the authority of the great Greek and Arabian physicians, Galen, Hippocrates, Avicenna, etc.; there was no new scientific knowledge to serve as the basis of any large and illuminating generalizations upon the subject of morbid psychology." In the absence of such information, Burton focused his gaze upon the widest scope of previous thinkers about cognition available to him. There is hardly a previous thinker or school of thought on humanity which is not referenced in Burton's text, and Burton's own references show that he was familiar with nearly all the medical, astrological, and magical books then extant. Burton assimilated these previous thinkers, often playing them off of each other, and produced a model of human consciousness which, while anatomically and logically flawed in almost every respect, canonized a set of conceptual divisions of the human psyche and body which continue to the present day to determine how we examine consciousness and cognition. As its title suggests, the bulk of Burton's text is devoted to cataloguing the many variants, manifestations, and causes of the mental "disease" Melancholy; but before Burton begins his dissection of the anatomy of melancholy, he first embarks upon a more general discussion of overall cognitive functioning, believing it "not impertinent to make a brief digression of the anatomy of the body and faculties of the soul, for better understanding of that which is to follow." This digression, which appears in Partition I, Section I, Members 1 and 2 of the text, provides a detailed analysis of human cognitive processes and of their physiological (and sometimes neurological, in Burton's own terminology,) basis.The Model: Burton's model of human cognition is a mix of philosophizing about the qualitative nature of consciousness and attempts to identify the physiological mechanisms responsible for carrying out the various cognitive processes of which humans are capable. At the heart of Burton's cognitive model is a conception of the mind and body as a total organism. While he does at times gesture towards an historically familiar mind/body dualism, the primary focus of his anatomy is a discussion of the physiology of thought. (see the Discussion below for a more detailed discussion of Burton's dualism.) As such, he begins his anatomy of the mind with an anatomy of the body. Relying on the systems of Laurentius and Hippocrates, Burton asserts that everything that is contained within the human body is composed of either a Spirit or a Humour. In his definition of Spirits, however, he sets the stage for a type of theorizing about the nature of thought and consciousness in which the Greeks themselves did not engage. According to Burton, "Spirit is a most subtle vapour, which is expressed from the blood [but is not actually blood itself, which is a Humour] and the instrument of the soul, to perform all his actions; a common tie or medium betwixt the body and the soul" (129). This belief is, in itself, not radical; but Burton goes on to explain exactly where in the body Spirits are produced, thereby anchoring the soul in the body in a way which is historically unique. According to Burton there are three types of Spirits--Natural, Vital, and Animal--originating in the liver, heart, and brain respectively. The liver produces the Natural which are carried through the body by veins; the heart converts the Natural spirits into Vital spirits and transports these through the body via the arteries; and the brain converts the Vital spirits into Animal spirits and diffuses them "by the nerves, to the subordinate members, giv[ing] sense and motion to them all." The nerves themselves are "membranes without, and full of marrow within; they proceed from the brain, and carry the animal spirits for sense and motion" (129). Burton goes on to distinguish between two types of nerves: Soft and Hard. Soft nerves, he claims, serve the seven senses, while the harder nerves "serve for the motion of the inner parts proceeding from the marrow in the back" (130). After a not so brief description of the exact functioning of the harder nerves and of all the internal organs which they control, Burton begins to lay out the beginnings of a rudimentary model of human cognition which is based in physiology. According to Burton, "in the upper region serving the animal faculties [the head], the chief organ is the brain, which is a soft, marowish, and white substance, engendered of the purest part of seed and spirits, included by many skins" (134), divided into several parts, each with a unique function. The "fore part hath many concavities distinguished by certain ventricles, which are the receptacles of the spirits, brought hither by the arteries from the heart, and are there refined to a more heavenly nature, to perform the actions of the soul. Of these ventricles there be three -right, left, and middle. The right and left answer to their site, and beget animal spirits; if they be any way hurt, sense and motion ceaseth. These ventricles, moreover, are held to be the seat of the common sense. The middle ventricle is a common concourse and cavity of them both and hath two passages, the one to receive pituita, and the other extends itself to the fourth creek: in this they place imagination and cogitation ...The fourth creek behind the head is common to the cerebel or little brain, and marrow of the backbone, the last, and most solid of all the rest, which receives the animal spirits from the other ventricles, and conveys them to the marrow in the back, and is the place where they say the memory is seated" (135). As for the soul itself, which is 'infused' into the fore part of the brain, Burton claims that "We can understand all things by her, but what she is we cannot apprehend" (135); however, this does not prevent from theorizing both about its nature and about the details of how it performs its work. According to Burton, the soul is divided into three principle faculties: 'vegetal', 'sensitive' and 'rational'. The vegetal soul is "a substancial act of an organical body, by which it is nourished, augmented, and begets another like unto itself' (135). It does not include the conscious impulses to engage in these activities, but rather the subconscious impulses which, for example, tell the stomach to digest. The sensible soul is "an act of an organical body, by which it lives, hath sense, appetite, judgment, breath, and motion" (137). This faculty of the soul is seated in the fore part of the brain and is divided into two distinct functions -'apprehending' and 'moving'. "By the apprehensive power we perceive the species of sensible things, present or absent, and retain them as wax doth a seal. By the moving the body is outwardly carried from place to place [conscious movement, as opposed to the unconscious movement brought on by the vegetal soul]" (137), including all of the appetites which stimulate bodily movement. The apprehensive sensible soul is further divided into two parts -outward and inward. The outward senses include the five senses ("to which you may add Scaliger's sixth sense of titillations"); and the inward senses are common sense, phantasy (or imagination), and memory. "Their objects are not only things present, but they perceive the sensible species of things to come, past, absent, such as were before in the sense" (139). Of the three, "common sense is the judge or moderator of the rest, by whom we discern all differences of objects" (139). Phantasy or Imagination, which is located "in the middle cell of the brain" is "an inner sense which doth more fully examine the species perceived by common sense, of things present or absent, and keeps them longer, recalling them to mind again, or making things new of his own" (139). And memory "lays up all the species which the senses have brought in, and records them as a good register, that they may be forth-coming when they are called for by phantasy and reason." The last remaining faculty of the soul is the Rational. The rational soul is a type of oversoul which contains both of the other faculties of the soul -the vegetal and the sensible- and performs its function via mediation between them (similar to Freud's superego). It is "the first substancial act of a natural , human, organical body, by which a man lives, perceives, and understands, freely doing all things, and with election" (144). The Rational Soul is divided into two chief parts, "differing in office only, not in essence" (144): The Understanding and the Will. The Understanding is the most complex of these two components of the Rational Soul. It is "a power of the soul, by which we perceive, know, remember, and judge, as well singulars as universals, having certain innate notices or beginnings of arts, a reflecting action, by which it judgeth of his own doings, and examines them. It is hardwired with innate knowledge of God, good and evil -"Synteresis, or the purer part of the conscience, is an innate bait, and doth signify a conversation of the knowledge of the law of God and Nature, to know good or evil" (145)- but it contains no innate conceptions of objects upon which to exercise this innate knowledge. "The object first moving the Understanding is some sensible thing" (144). "There is nothing in the understanding which was not first in the sense" (145).Discussion: Burton's model sets the stage for mainstream European thinking about cognition in the following three centuries both conceptually and lexically. Anatomy of Melancholy introduces several key terms which remain dominant in models of cognition through the Victorian era. The most significant of these are: 1) Phantasy or Imagination as that function of the psyche which engages in some way in thinking about thoughts; 2) Reflection, a more abstract and less specific ability to think about thoughts made present to the mind via the senses; 3) the Senses, being those physiological mechanisms responsible for bringing thoughts into the mind; and 4) Understanding, the ability to recognize universalities. The definitions of and functions attributed to these various aspects of human thought vary greatly over time; however, as categories of conceptualizing human cognition these terms remain lexically and conceptually dominant for the following three centuries. In addition, also introduces the concept of Active and Passive functions of the human psyche. This division becomes extremely important by the time we get to John Locke in 1690, who borrows much from Burton's model and terminology. The most striking difference between Burton's model of cognition and the canonical ones which follow him is the nature of the mind/body dualism which is inherent in his model. Burton's model does ultimately rely on the influence and presence of a "soul" which can not be explained by way of an anatomy of the brain. As such, he appears to be stuck in a dualist crisis in which the ultimate source of humanity exists outside of the physical. But is never willing to make this concession, and both the language which he uses in developing his model and discussing the attributes of the soul and the overall tone of the Anatomy, suggest that Burton conceived of his dualist dilemma in a manner which was significantly different than most of his contemporaries or followers. He does say of the soul that "we can understand all things by her, but what she is we cannot apprehend" (135); but it would be a mistake to perceive Burton's acknowledged lack of understanding as anything other than a lack of understanding --i.e., as a sign of a belief that it lies outside of the realm of the physical. Burton seems rather to have believed that the soul was rooted in the material, but that man simply lacked the tools or ability to recognize the actual mechanisms of this rooting. Nowhere in the text does he claim that the soul is non-material; but he is everywhere trying to locate it in the in body. Burton's explanations of exactly how the soul springs from material body are ultimately unconvincing in two important ways (other than his obvious biological and medical inaccuracies.) First, in the face of the detailed descriptions which he provides of other bodily and cognitive function, his sparse descriptions of the soul are rhetorically unconvincing. Second, those references to the anatomy of the soul which are present are conceptually vague and unclear. There are, however, two passages in particular which, if read looking backwards through the filter of 18th and 19th century cognitive theories (a practice which is admittedly tenuous) begin to shed some light on Burton's overall conception of an anatomical soul. In the books opening paragraph, Burton defines man as a "Microcosm ...created in God's own Image." Later while discussing the nature of the highest faculties of the soul, he claims that "synteresis, or the purer part of the conscience, is an innate habit" (145). These two statements, combined with various comments which Burton makes throughout the text about the presence of innate tendencies being genetically programmed into the brain and body, suggest that he conceived of the soul as being hardwired into the brain, so to speak. Like the Romantic conception of the individual as both the center and the circumference simultaneously -the whole in the part- Burton seems to be arguing that man is built, at least with regards to brain function, literally in the image of God. Any traces of a mind/body dualism which appear in the work dissolve in the face of this model. The dualist crisis becomes a crisis of understanding rather than one of existence. While this problem is only rudimentally drawn out in Burton's text, his terms of engagement set the stage for the major treatments of dualism which will follow in the next three centuries -particularly the later British Skeptics.

domingo, junio 08, 2008

Nothing to tell

Tras mis lloros, atenuados por la riña que me propina Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia, atendieron parte de mis ruegos editores perspicaces. Reeditaron al gran Jacques Barzun y me lo compré (Del amanecer a la decadencia, gracia Taurus). Reeditan al mejor Richard Tarnas y me lo compré (The passion of the western mind, gracias Atalanta). Publica de nuevo Bruckner y me lo compré (La tirania de la penitencia) así como Paul Johnson (Creadores), pero no me ayudan con sus libros agotados. Charlamos de cosas que otros hablan. Tenemos una vida prestada. Leer y correr (el cine está acabado) constituyen el contenido de semejante penosidad ontológica. 

viernes, junio 06, 2008

Solo con 43

Ayer mandé a tomar por culo a Pedro Costa, mientras me perdía la performance de Jose Tomas. Ya no hay pescado qu vender. Solo queda la estepa. Arida, grotesca, patética. Un espejo en el que reventar.

martes, mayo 27, 2008

Leann Rimes & Elvis Presley - Amazing Grace

Mola mazo el viejo Neil Diamond

Hoy pude escuchar su ultimo CD: Home before dark y me gustó. Sobre todo el If I don´t see you again de mas de 7 minutos.

La larga sombra de Andrés Nin

ALCALÁ de Henares ha sido durante décadas un lugar asociado con algunos de los mayores y más nobles logros de España. Fue allí donde el cardenal González de Mendoza se encontró por primera vez con Colón y accedió a presentarle a los Reyes Católicos. Fue allí donde su sucesor, el cardenal Jiménez de Cisneros fundó su Universidad Complutense (el nombre en latín para Alcalá) y encargó la elaboración de su maravillosa Biblia en siete idiomas. Y allí nació también Cervantes, además de Manuel Azaña, un excelente escritor aunque no fuera un político muy afortunado.
Teniendo en cuenta estos acontecimientos magistrales del pasado de Alcalá, debe de parecer inapropiado que la ciudad fuera también el escenario de uno de los sucesos más deshonrosos de la historia de España: el asesinato en 1937, en plena Guerra Civil, del antisoviético Andrés Nin. Nin y los que con él formaban parte de un pequeño partido conocido con el nombre de Partido Obrero de Unificación Marxista habían sido comunistas en los años veinte. De hecho, Nin, hijo de un zapatero de El Vendrell, Tarragona, y en otra época anarcosindicalista, había quedado tan impresionado por la revolución rusa que pasó una época viviendo en Moscú y trabajando para el Profintern, la organización comunista de sindicatos. Pero Nin y muchas personas como él se desilusionaron: la persecución de Trotski llevada a cabo por Stalin fue un momento crucial para todos estos revolucionarios, y Nin se volvió a España para lamerse las heridas junto con sus camaradas.
En el ámbito político, estos ex comunistas se reunieron en un primer momento en un diminuto partido llamado Bloque Obrero y Campesino (BOC), que se unificó con otros anticomunistas radicales para formar el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). En un pasaje ingenuo de mi libro La Guerra Civil española denominé a estos revolucionarios nacionalistas «semi-trotskistas», una designación que provocó la burla de algunos de ellos más adelante. Cambié esa descripción en las ediciones posteriores de mi obra, pero creo que era un nombre mejor de lo que aparentaba. Recuerdo que cuando estaba escribiendo el libro, el ilustrado socialista inglés Tony Crosland le dijo a su mujer: «¿Sabes? Hugh nos va a contar todos los detalles acerca de aquello en lo que se equivocó el POUM».
Muchos años después, llegué a conocer a varios de esos poumistas de antaño. Su principal motivación política era un anticomunismo feroz y bien informado. Por ejemplo, en Nueva York conocí a Joaquín Maurín, el líder, junto con Nin, del POUM. Era difícil distinguir en este encantador periodista liberal al fiero enemigo del capitalismo de original intelecto que había sido otrora. No cabe duda de que sus años como refugiado en la España nacionalista debieron de arrancarle ese espíritu. Pero aun así, sigue mereciendo la pena citar su recordatorio de que el fascismo fue la herejía de la izquierda y no de la derecha.
En Londres conocí a Julián Gorkin (Gómez), que había sido fundador del partido comunista en Valencia. Me confesó que lo que le llevó a separarse allá por 1927 de los comunistas sovietizados fue la orden procedente de Moscú de asesinar al general Primo de Rivera. En la década de los cincuenta, cuando lo conocí, Gorkin se vio implicado en el ataque inteligente e intelectual al comunismo del Congreso por la Libertad Cultural. Su descripción de las actividades de la Internacional Comunista en España me pareció tan electrizante como reveladora. Por ejemplo, comparaba a Codovilla, el representante argentino del Comintern (la organización de la Internacional Comunista), con Svengali, un director de escena decidido a convertir a La Pasionaria en oradora.
Y por último estaba Víctor Alba, al que llegué a conocer como traductor realmente brillante. Tradujo mi libro La conquista de México con erudición, sensibilidad y pasión, y el memorando publicado en la edición española de esa obra, en el que explicaba lo difícil que le había resultado, estaba maravillosamente escrito. Por aquel entonces, Alba había sido prisionero de una cárcel nacionalista, periodista del Excélsior en México y profesor de ciencias políticas en una universidad de Estados Unidos. Pero cuando yo lo conocí, había vuelto a Sitges, donde vivía junto al mar, rodeado de sus enciclopedias, sus diccionarios y su familia (que lo ayudaban con sus traducciones). Llegué a cogerle mucho cariño. Escribió un gran número de libros interesantes, entre los que se encuentran sus memorias, Sísifo y su tiempo, una obra magnífica. Contiene la mejor explicación de las atrocidades cometidas en el bando republicano que conozco: «Ni yo ni nadie que conociera, ni los dirigentes hicimos nada para impedir los asesinatos e incendios. El silencio, la cautela o la indiferencia fueron la actitud general, especialmente de los que después se desgañitaban asegurando que si la CNT no hubiese cometido tantas barbaridades habríamos ganado la guerra. Hablando de represión, hemos de emplear la primera persona y no la tercera. Callar es también una manera de hacer. Y todos callaron. No creo que esto fuese en general producto del miedo, sino de la indiferencia, derivando de la convicción íntima de que en bloque las víctimas se lo merecían, cuando menos porque, de haber vencido, habrían actuado como los incontrolados. De hecho, allí donde podían, lo hacían, pero controlados» (Sísifo, 127).
Cuando estalló la guerra, en 1936, el POUM, como parte del ala izquierdista de la alianza, formaba parte del Gobierno catalán. Nin fue Consejero de Justicia durante tres meses. Pero parece que sólo trabajaba como tal por las tardes y que se reservaba las mañanas para el POUM. Hiciera lo que hiciera en ese puesto, no fue capaz de influir demasiado en las colosales injusticias de su época «en el poder». Después de eso, el POUM se convirtió en el objetivo de los ataques comunistas como medio para vengarse de aquellos que parecían haber traicionado al partido en los años veinte. Además, Nin cometió el error de insinuar que debían acoger a Trotski en Barcelona. Los comunistas no podían perdonarle algo así. Los anarquistas, que tenían mucho más peso, también estaban en el punto de mira de los comunistas.
Dentro del bando republicano, las luchas estallaron en mayo de 1937: los anarquistas abandonaron el Gobierno y a los líderes del POUM se los acusó de ser franquistas encubiertos. Los comunistas arrestaron a Andrés Nin y se lo llevaron de Barcelona a Alcalá de Henares, iniciativa impulsada por la policía soviética, cuyos agentes se aprovechaban de su situación como representantes del único país que ayudaba a la República con armas para hacer más o menos lo que se les antojaba. Los dos delincuentes implicados en el arresto, el brutal interrogatorio y el posterior asesinato de Nin fueron un ruso, Alexánder Orlov, y un húngaro, Ernö Gerö. A pesar de las refinadas técnicas de tortura empleadas por estos mostrencos, Nin se negó en redondo a aceptar que el POUM y él fueran agentes fascistas, aliados secretos de Franco. Los comunistas empezaron a admitir que la muerte de Nin había sido obra suya en los años setenta, pero no antes. Orlov murió más adelante como refugiado en Estados Unidos; Gerö fue ministro del Interior de Hungría en los años cincuenta y quedó manchado de la sangre de muchos de sus compatriotas húngaros antes de morir en Rusia en 1980.
Ahora, José María Zavala, en su excelente biografía En busca de Andreu Nin, ha demostrado más o menos en qué parte de Alcalá estuvo encarcelado Nin y ha sacado a relucir muchos detalles de sus últimos días. Por muchas que sean las dudas que podamos tener acerca de la vida anterior de Nin, lo que sí podemos decir con toda certeza es lo mismo que lo que Malcolm comenta en Macbeth sobre el «Thane» (noble medieval): «Nada en su vida le sentó tan bien como el dejarla».
Lo que quizá sea ahora necesario es una estatua de Nin en Alcalá. Murió como consecuencia de sus convicciones, por mucho que podamos disentir de lo que quería intentar y hacer. Un programa «semi-trotskista» no resulta muy atrayente ahora. Nin fue víctima de un complot internacional que desacredita al Gobierno republicano. Para reparar el daño, Nin debería ser recordado como es debido. Quizás el Cardenal Cisneros habría estado de acuerdo.
HUGH THOMAS

miércoles, abril 02, 2008

House of Jordan

Kravchenko, pionero de la disidencia, reseña de JM Marco

Víctor Kravchenko murió violentamente en 1966, como consecuencia de unas heridas de bala. Ruso, ingeniero de profesión, había ganado dinero en Perú y se había instalado en Manhattan. Su hijo nunca creyó que la muerte fuera un suicidio. Siempre mantuvo que su padre fue asesinado por los servicios secretos soviéticos. No resulta inverosímil. Desde que salió de la Unión Soviética, a mediados de los años 40, Kravchenko vivió una aventura extraordinaria. En su país –por así llamarlo– había llegado a conocer como pocos la realidad del monstruo comunista. Había nacido en una familia perseguida por el zarismo y saludó el golpe de estado leninista como una emancipación. Y se convirtió en un joven comunista comprometido y serio.
Pero pronto se dio cuenta de la realidad. Sufrió persecuciones, aunque su capacidad profesional y su intuición le llevaron a salvar todos los escollos, incluida la gran purga desencadenada por Stalin tras el asesinato de Kirov, novelada con mano maestra por Victor Serge en El caso Tuláyev.
Como culminación de una carrera accidentada, pero conducida con mano firme, Kravchenko consiguió ser destinado a un puesto en Washington. Ya lo tenía todo planeado. No volvería jamás a la Unión Soviética.
Los últimos capítulos de
Yo escogí la libertad cuentan de forma inolvidable, digna de Ninotchka –de la que, por cierto, existe una curiosísima secuela española titulada Escuela de comunismo–, los primeros días en Canadá y en Estados Unidos del grupo de rusos que acompañaban a Kravchenko: todos compartieron la misma ingenua admiración ante la abundancia y el mismo desconcierto ante una libertad que les confunde, sin que sepan qué hacer con lo que se les aparece como pura y simple "anarquía".
Kravchenko sí sabía lo que quería, y en su libro relata la presión oficial de la que eran objeto los funcionarios en el extranjero, así como la persecución a la que fue sometido en cuanto dio el paso de romper con los soviéticos.
No cuenta, claro está, lo que Horacio Vázquez-Rial narra en un prólogo conciso y jugoso. Y es que la publicación de Yo escogí la libertad en inglés y luego en francés provocó un proceso, un intento de repetir las purgas estalinistas en… París. Lo puso en marcha el Partido Comunista de Francia, y contó con la colaboración de parte de la plana mayor de la intelectualidad de este país, algunos de cuyos miembros habían vivido sin mayores problemas bajo la ocupación nazi. Kravchenko lo ganó, pero la propaganda comunista había logrado contrarrestar, al menos en parte, el escándalo suscitado por el libro.
En Estados Unidos, Kravchenko se había dado cuenta del éxito de la mentira comunista. A pesar de la información que circuló desde el primer momento, la opinión pública occidental, incluida la norteamericana, estaba dispuesta a creerse a pies juntillas la farsa del paraíso soviético. La publicación de su libro, en 1946, constituyó un torpedo en plena línea de flotación de esa ilusión criminal.
Sin ahorrar detalles, con la claridad de quien lo ha vivido todo en primera persona y la frialdad de un ingeniero, Kravchenko describe en esta autobiografía novelada su experiencia de la realidad comunista: las muertes por hambre, las arbitrariedades, la mentira sistemática, los chantajes, la represión, las torturas, los campos de concentración, la bestialidad y el envilecimiento moral a que conduce sin remedio el socialismo real.
Yo escogí la libertad fue un gigantesco éxito en su tiempo. No pudo echar por tierra la mistificación comunista, pero abrió una brecha que tuvo particular importancia en la evolución de la derecha norteamericana, a la que proporcionó argumentos para elaborar una posición, firme desde entonces, contra quienes habían sido los aliados contra Hitler. Su lectura, hoy en día, sigue siendo tan apasionante como lo debió de ser a mediados de los años 40. Víctor Kravchenko, como Victor Serge o Victor Souvarin, pertenece a la generación de disidentes de antes de la guerra a los que se ya refirió
Carlos Semprún en estas mismas páginas. Luego vinieron los grandes testimonios de Soljenitsin o de Shalámov, entre otros muchos.
El libro de Kravchenko carece de la intensidad dolorosa, casi insoportable, de los Relatos de Kolymá de Shalámov, o de la amplitud y la profundidad humanista de las novelas y testimonios de Soljenitsin. Pero, gracias a su sencillez periodística, se lee de un tirón y nos sigue enseñando nuevos aspectos de las abominaciones cometidas en nombre de la gran utopía del siglo XX.
Como libro pionero de la disidencia, Yo escogí la libertad sigue siendo una lección, casi un manual, sobre el poder de la mentira. También, por tanto, para los tiempos oscuros que nos ha tocado vivir.
VÍCTOR KRAVCHENKO: YO ESCOGÍ LA LIBERTAD. Ciudadela (Madrid), 2008, 320 páginas.

La actitud conservadora, reseña de Antonio Golmar

A menudo los diálogos políticos más enriquecedores no se producen en la arena mediática, sino en el reducido ámbito de la academia, que genera los argumentos que luego dan forma y contenido a los programas de los partidos. Uno de los más interesantes del siglo XX fue el que mantuvo Michael Oakeshott con socialistas y liberales tras la Segunda Guerra Mundial.
El de 1944 fue un año crucial para el pensamiento político liberal:
Friedrich Hayek y Ludwig von Mises publican casi al unísono Camino de servidumbre y Gobierno omnipotente. En medio del debate sobre las virtudes de la economía de guerra y la intervención masiva del Estado para asegurar la paz y la prosperidad, estos dos autores señalan que el Gobierno no solamente no es parte de la solución, sino que constituye la principal causa del problema, esto es, la tiranía y la guerra.
Tres años después, y coincidiendo con la creación de la
Sociedad Mont Pelerin, sale a la luz el ensayo Racionalismo en política, donde Michael Oakeshott critica severamente la "política de la perfección" y de la "uniformidad" y lamenta el excesivo racionalismo, que tiene su origen en "la exageración de las esperanzas de Bacon y en el desprecio por el escepticismo de Descartes" y se manifiesta en la transformación de las tradiciones en ideología. Su desafío a los liberales se encuentra resumido en esta alusión directa a Hayek:
Tal vez sea esto lo más importante de Camino de servidumbre de Hayek, no la contingencia de su doctrina, sino el hecho de que sea una doctrina. Planificar para resistir cualquier planificación puede ser mejor que su contrario, pero pertenece al mismo estilo político. Y sólo en una sociedad profundamente infectada por el racionalismo la transformación de las fuerzas tradicionales de resistencia a la tiranía en una ideología consciente puede ser considerada un refuerzo de aquéllas.
El desafío a los liberales austriacos continúa en 1956, cuando Oakeshott, que llegó a la London School of Economics de Londres a enseñar Ciencia Política el mismo año en que Hayek abandonó esa universidad para recalar en Chicago, pronuncia su célebre conferencia "On Beign a Conservative", traducida al español como "La actitud conservadora", en la que dice cosas como la que sigue:
Ser conservador consiste (...) en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica.
Es ésta una fórmula que muchos habrán oído reproducida con más o menos acierto pero que hasta ahora no había sido publicada en nuestro país (sí en México, en el Fondo de Cultura Económica). Por segunda vez, Oakeshott lanza el guante a los que, según él, "no valoran nada, cuyos vínculos son efímeros y desconocen el amor y el afecto". Sin mencionar a nadie en particular, el británico repasa algunos de los argumentos formulados en obras anteriores y basa su defensa del cambio lento y no animado por una visión de la perfección en los conceptos de racionalidad limitada y consecuencias imprevistas.
Tales nociones, aplicadas posteriormente a la sociología electoral y a la teoría de las organizaciones, marcarían a las generaciones posteriores de estudiosos de la democracia y constituyen en la actualidad la base del intenso debate entre los mal llamados partidarios de la "democracia minimalista" y los denominados "fundamentalistas democráticos" de la izquierda. También entre las distintas corrientes liberales (Estado Limitado, Estado Mínimo y anarco-capitalismo), en cuyas discusiones subyace a menudo, si bien de forma distorsionada, debido al influjo de la respuesta de Hayek a Oakeshott en
Por qué no soy conservador (1959), un análisis y refutación de los argumentos del británico difícil de entender y de valorar sin acudir antes a su fuente, que es la conferencia de Swansea.
Por eso la lectura de La actitud conservadora es una tarea casi obligada para cualquier interesado en una comprensión cabal del liberal-conservadurismo, que al contrario de lo que muchos piensan no tiene su origen en el referido economista austriaco, sino en Oakeshott, quien señala (o profetiza) el triunfo y preponderancia del hábito mental progresista y advierte contra una de las modas del pensamiento posmoderno: la sustitución de las herramientas y de las reglas generales sancionadas por la experiencia por una serie de proyectos basados en el conflicto y en la generación y liberación de energía desbordada. Sin embargo, "cuanto más ansioso esté por ganar éste [el juego] un participante, más valioso será un conjunto inflexible de reglas".
Es por esta vía, y no por la del organicismo ni por la religión, como le achacan sus críticos libertarios, que Oakeshott llega a la conclusión de que en política "el hecho de gobernar es una actividad limitada y específica que se refiere a la provisión y salvaguarda de reglas generales de conducta, entendidas éstas no como imposiciones de actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a cada cual desarrollar, con la menor frustración, las actividades de su propia elección", y no, en cambio, "transformar un sueño privado en una forma pública y obligatoria de la vida".
Por otra parte, advierte de que la función del Gobierno "no consiste en imponer otras creencias y actividades a sus súbditos, ni tampoco en protegerlos ni educarlos; ni en hacerlos mejores o más felices en otra forma; ni en dirigirlos ni estimularlos a la acción; ni en guiarlos ni coordinar sus actividades para evitar motivos de conflicto". Sin embargo, y ahí se produce un nuevo motivo de complementariedad entre liberales y conservadores, Oakeshott no piensa que sea necesario apelar al libre juego de la elección humana como valor absoluto, ni a la propiedad como derecho natural, para defender un Estado limitado:
[Los sueños de los políticos] no son diferentes de los de las demás personas, y si ya resulta aburrido tener que escuchar una y otra vez los sueños de los demás, intolerable sería que se nos obligara a realizarlos. Toleramos a los monomaníacos, es ya una costumbre hacerlo; pero ¿por qué habrían de gobernarnos? (...) Dado que la vida es un sueño, pensamos (con lógica plausible, pero errónea) que la política debe ser un choque de sueños en el que esperamos imponer el nuestro.
Por lo tanto, se equivocan quienes, como Paloma de la Nuez en su introducción de
Principios de un orden social liberal de Hayek, señalan que hoy en día "muchos conservadores se han acercado al liberalismo por su común oposición al socialismo y su defensa de la economía de mercado, aunque no comparten con los liberales ni un solo principio más". Se podría argumentar justo lo contrario, es decir, que el sesgo conservador que muchos han percibido en esta obra se deba precisamente a la relectura y reevaluación de las aportaciones anteriores de Oakeshott.
El debate sigue abierto, y lo más conveniente es actuar de forma precavida y desconfiada, ser conscientes de que tanto Hayek como Oakeshott evitaban en ocasiones referirse de forma directa a sus argumentos rivales. Ellos también caminaban a hombros de gigante, aunque fueran de su misma talla, pero tal vez la vanidad les impidiera reconocerlo.
En cuanto a la edición, es preciso felicitar a la editorial
Sequitur por su colección de textos políticos, que rellena un hueco despreciado injustamente por otras editoriales y pone a disposición del lector español ésta y otras obras fundamentales para entender las premisas en torno a las cuales gira la discusión política actual, tanto en la derecha como en la izquierda. La traducción de Javier Eraso Ceballos es excelente y especialmente meritoria, pues verter el estilo florido y a menudo sinuoso de Oakeshott sin restarle un ápice de elegancia no es tarea fácil. Si acaso, cabe achacar a la editorial la elección de una introducción demasiado intrincada, el "Oakeshott, Berlin y la Ilustración" del teórico socialista John Gray. Si bien su enfoque hipercrítico es ciertamente estimulante, creo que lidia de forma sólo indirecta con el objeto de la conferencia. Pero, como dice el mismo Gray, "esto es, como diría cada uno a su manera, otra historia".
MICHAEL OAKESHOTT: LA ACTITUD CONSERVADORA. Sequitur (Madrid), 2007, 91 páginas. ANTONIO GOLMAR, politólogo y miembro del
Instituto Juan de Mariana.

viernes, marzo 21, 2008

El tio mas listo del mundo.

Para tí es la vida, castor Lorenzo. El año que viene, tropa en los Scouts. Aquí el día 15 de marzo, partiendo de acampada.

jueves, marzo 20, 2008

Y Dios observa y Pessoa soy yo

Corre mi cuerpo y yo no estoy presente. Observo ficciones lejos de la cadera oxidada y el tendón ardiendo. Escucho a una lesbiana cantando country de forma impecable. La perfección de ese instante obvia las mundanas miserias de un trozo de carne castigado durante 55 minutos continuos, que de noche cuchichea con Marco Aurelio. Someto a una disciplina severísima al pobre amasijo de grasas, huesos huecos y fibras mediocres que solo conocen eso, la acción punitiva ambulatoria cada unos años. Mi cuerpo cambió a los 33 y ya superados los 40 necesita el dolor. La vida necesita dolor. Sin lo uno no acontece lo otro. En esa estoica sumisión, en plena fatiga rememoro los textos ad hoc de Pessoa, en los que uno se cuestiona la existencia de la idea de AUTOR. Solo existe un creador que ilumina a aquel que con mayor eficacia se ha aproximado a la esencia que trata de representar. Dios está en mi y mi vanidad es la que me aleja. Pessoa es un vehiculo triste pero afortunado. Yo soy Pessoa. Aquí mas que nunca. Y todo es vanidad.
"Recuerdo todavía (...) la tarde en que, meditando sobre estas cosas, decidí renunciar al amor como si renunciara a un problema irresoluble. (...) De repente se apoderó de mi un deseo de intensa abdicación, de clausura firme y última, una repugnancia por haber tenido tantos deseos, tantas esperanzas, con tanta facilidad externa para realizarlos, y tanta imposibilidad íntima para poder quererlo. Data de eso momento suave y triste el principio de mi suicidio"
Y otra reflexión brutal, cristalina:
¨la represión del amor ilumina sus propios fenómenos con mucha mas claridad que la experiencia misma".
El amor "es un concepto nuestro -es en suma a nosotros mismos- lo que amamos.

Pero esta teoría no deja de ser "un complejo ruido que hago llegar a los oídos de mi inteligencia, como para que no perciba que, en el fondo, no hay otra cosa que mi timidez y mi incompetencia para la vida".

La cadera me duele y corro en cámara lenta reflexionando mantras patéticos. Mi historia ya ha sido narrada. No me debe preocupar ese area de mi fracaso. Vanidad y dolor de cadera cabalgan juntos. Pessoa como instrumento de Dios. Yo en esos 55 minutos soy su sherpah mas voluntarioso.

miércoles, marzo 12, 2008

Depresión

El Porvenir para Zeta se inicia este pasado martes 11 de marzo. Ya tengo derecho a paro. Leo unas preciosas confesiones de Tolstoi. Leo las dietas de Montignac y Sears. Leo al padre Keating. Leo a Montaigne. Echo de menos correr. Y a Alario. Esto es un agujero. De cojones.

lunes, marzo 03, 2008

Stefany Hohnjec

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La tercera virgen de Fred Vargas

Fred Vargas. El fantasma de una monja del siglo XVIII que degollaba a sus víctimas, cadáveres de vírgenes profanados, pociones mágicas que aseguran la vida eterna, un rival del pasado más lejano que habla en verso... Con todo esto se encontrará el comisario Adamsberg en esta inquietante y negrísima novela de Fred Vargas. La resolución de este complicado puzzle podría volver loco a cualquiera, pero no a Adamsberg. El comisario conseguirá descubrir la verdad, aunque ello le cueste no la razón sino el corazón. Leer fragmento (101,00 Kb).
BIOGRAFÍA Fred (Frédérique) Vargas (París, 1957) estudió Historia y Arqueología y ha publicado una serie de novelas policiacas que ha obtenido un gran éxito de crítica y público. Ha recibido, entre otros, el Prix mystère de la critique (1996 y 2000), el Gran premio de novela negra del Festival de Cognac (1999), el Trofeo 813 y el Giallo Grinzane (2006).

La mística salvaje de Michel Hulin. En los antípodas del espíritu

Aunque sean abundantes los estudios consagrados a lo largo del último siglo a la mística religiosa, ha sido muy escasa la atención prestada a aquellas formas de experiencia que, sin adscribirse a ninguna tradición religiosa particular, parecen merecer indiscutiblemente la consideración de «místicas». Una mística, pues, de difícil definición, ajena a la ortodoxia, y que Michel Hulin califica de «salvaje». Se trata de experiencias con frecuencia súbitas, inesperadas, que aparecen incluso en personas ajenas a toda preocupación religiosa: una repentina sensación de comunión espiritual con la naturaleza, la entrada en una realidad atemporal provocada por un recuerdo de la infancia en principio tal vez intranscendente, la fugaz percepción de un olor o un sabor... modalidades diversas de enfrentamiento inesperado con una realidad numinosa que procura la vivencia de un «sentimiento oceánico» ajena al universo religioso y que nos sitúa fuera de las coordenadas habituales de la realidad cotidiana. Pueden ser también experiencias inducidas por el consumo de determinadas substancias, tema que es analizado aquí con rigor y lucidez implacables.

sábado, marzo 01, 2008

Las Redes Humanas, Una Historia Global del Mundo, de JR McNeill y William H McNeill, editorial Crítica.


Me embaulo esto.
La caratula dice:
¿Por qué, cuándo y dónde surgieron las primeras civilizaciones? ¿Cómo se convirtió el Islam en una fuerza unificadora allí donde nació? ¿Qué es lo que permitió a Occidente llevar sus mercancías, y su poder, a todo el mundo desde el siglo XV? ¿Por qué se inventó la agricultura siete veces y la máquina de vapor tan sólo una?A preguntas como éstas, y a otras muchas, responden aquí dos reconocidos historiadores, padre e hijo, que se han propuesto escribir una historia totalmente renovada de las sociedades humanas. Para ello han recurrido a una aproximación original e ingeniosa: explorar las redes que, desde la noche de los tiempos, han ido tejiendo los seres humanos para la interacción y el intercambio, para la cooperación y la competición. Grandes o pequeñas, densas o tenues, estas redes han proporcionado el medio para que dentro de las distintas culturas, sociedades y naciones, y a través de ellas, circularan las ideas, las mercancías, el poder y el dinero. Desde las tenues redes locales que, hace doce mil años, caracterizaron las comunidades agrícolas, pasando por las redes metropolitanas más tupidas que conocieron Sumer, Atenas o Tombuctú, hasta la red electrificada global que hoy sitúa virtualmente al mundo entero en una corriente de cooperación y competición, los profesores McNeill nos enseñan que las redes humanas son un componente fundamental de la historia del mundo, y una formidable herramienta de análisis. .Alejados de cualquier determinismo, medioambiental o cultural, los autores nos ofrecen en Las redes humanas un espléndido panorama de las grandes pautas de la historia universal que ha merecido el siguiente comentario del profesor Alfred W. Crosby: "Si tuvieran ustedes que leer un solo libro sobre la historia del mundo, éste es el que deben escoger".
Las redes humanas, de McNeill y McNeill no es de redes, ni se parece en nada a Smart Mobs o a Emergence. Es un libro de historia que hace énfasis en las conexiones que ha habido entre las culturas y civilizaciones a lo largo de la historia, o dentro de cada cultura, entre sus diferentes componentes: urbano-rural, dirigentes-dirigidos, ricos-pobres.
Es un libro de la historia del mundo mundial. No hay ni gráficos de leyes de potencia, ni habla de los 6 grados de Milgram, ni siquiera se menciona a Pareto. Establecido lo que no es, el libro resulta interesante, porque muestra los efectos que produce el pertenecer a la red humana (que es web, no network en el original), o el cortar los lazos con ella, como hicieron los chinos en el siglo XVI o Brasil y los paises comunistas en el siglo pasado con sus medidas proteccionistas. En ese sentido, el libro es, en general, un alegato a favor de la globalización, aunque también se mencionan sus efectos negativos: la pérdida de diversidad (que es, ni más ni menos, una condensación de Bose-Einstein, aunque no lo digan) en todos los sentidos: desaparición de lenguas, de religiones, de especies comestibles, y de formas de gobierno (p. 364); se menciona que, en el año 2000, se extingue una lengua cada dos semanas. Sin embargo, la difusión de información en esa misma red hace que caigan los imperios. Por otro lado, es curioso ver cómo los primeros órganos internacionales surgieron precisamente de la red: la Unión Telegráfica Internacional, (ITU, pero ahora es de Telecomunicaciones, y se pueden mandar telegramas por Internet) surgió en 1868, incluso antes que la Unión Postal Universal (1874).En resumen, un libro bastante interesante, con una visión original (y amplia) de la historia, que resultará bastante legible hasta a quien no le interesen nada los reyes godos.

Poder terrenal de MICHAEL BURLEIGH

En las últimas décadas, Europa se está transformando en una sociedad posreligiosa que ha llegado a excluir de su futura constitución las referencias al papel del cristianismo en la historia del continente. Paradójicamente, este fenómeno va acompañado de llamadas a una renovada «religión política» basada en los valores de la democracia liberal para mantener unidas nuestras diversas sociedades en una época de amenazas externas impredecibles.
Ante esta situación, Michael Burleigh se ha propuesto indagar cómo hemos llegado a este punto crucial desde el punto de vista de la Historia, pues para comprender la situación actual de nuestra sociedad resulta imprescindible un estudio a fondo de las intensas luchas en torno a las creencias, y de la tendencia paralela hacia la secularidad.
Con un estilo vívido y estimulante, este libro presenta un vasto panorama del inextricable vínculo que ha unido política y religión desde la Revolución Francesa hasta la Gran Guerra, así como de los diferentes credos que han intentado desplazar al cristianismo. Algunos fueron breves y violentos, como el experimento jacobino. Otros, como el liberalismo o el socialismo, forman parte de nuestra cultura política reciente. Por otra parte, para que también quede patente la contribución del arte, la cultura y la ciencia al «desencanto» de nuestro mundo, Burleigh examina la obra de pintores como Zoffany y Jacques-Louis David, repasa las hazañas de Mazzini y Garibaldi, y analiza las luchas épicas entre Iglesia y Estado a través de la literatura inglesa y rusa del siglo XIX.
Revelador y original, Burleigh maneja con absorbente maestría y seguridad un maremágnum de ideas y detalles históricos para profundizar en el funcionamiento de la Historia de una forma nunca vista hasta ahora y que le confirma como uno de los mejores historiadores actuales.
Colección: TAURUS HISTORIA. ISBN y EAN 8430605932. 9788430605934. 624 pages. 23,50 € Caroooooooooooooooooo.
    • Creía que vivíamos en una democracia en libertad, ¿es tan chocante oír hablar a un liberal? Algunos libros de historia hacen oídos sordos al tema de la religión, en parte porque creen que se trate de una fuerza social reaccionaria, y cuando la mencionan es para descalificarla. Son libros basados en ideas previas. Yo tengo relación con muchas personas en Europa –Alemania, Francia, Italia– que no parten de estos supuestos. También con el mundo polaco que presenta una cultura muy interesante.Mi intento de salir de la corriente principal de la historiografía hace patente el provincianismo de quien habla así de religión.
    • Cuando comencé a escribir mi libro sobre el Tercer Reich me interesaba escarbar en cuál era el origen de semejante barbarie. Y eran los jacobinos. Estudiando otros momentos de la historia moderna comencé a darme cuenta de que todas estas teorías, desde la revolución francesa hasta el nazismo, eran intentos de reemplazar a la religión. Avanzando en mi investigación comenzaron a surgir dudas sobre otros temas, dudas que en ocasiones llegaron a ser casi irresolubles. Este libro es el fruto de estas investigaciones y su tesis es que los poderes políticos en la Europa moderna se sitúan como intentos de suplantar al cristianismo. Así, por ejemplo, me pregunté si realmente existió una secularización en el siglo XIX. La secuela de este libro, que irá desde la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días, se llamará “causas sagradas”.
    • ¿El lugar de la religión política lo ocupan los regímenes estatalistas? Si tomamos los dos principales regímenes políticos del siglo XX, nazismo y comunismo, vemos que tienen patologías similares. En los nazis no encontramos la necesidad de que los perseguidos confesaran su “fe” en la ideología nazista antes de matarles. No necesitaban meterles las piernas en agua hirviendo o torturarles para que confesaran su “fe” en el régimen antes de pegarles un tiro. Entre los comunistas, sí. Hermann Göring, ministro de aviación, era protestante; Bernhard Rust, el ministro de cultura nazi era, formalmente, un católico y el mismo Heinrich Himmler, en 1943 nombrado ministro del Interior creía que el mundo estaba cubierto por una capa de hielo y que del cosmos surgió un rayo que rompió esta capa y de ella salió el primer ario. Sus colegas pensaban que estaba un poco loco, pero lo cierto es que existía una cierta pluralidad de opiniones en el consejo de ministros.Si pretendías ser herético en un consejo de ministros con Stalin, de un momento a otro acabarían contigo y era como si nunca hubieras existido. Esto es lo que le pasó a Yesov, quien mató a 600.000 personas por fidelidad al régimen y después terminó siendo asesinado por orden de Stalin. Increíble ¿no? Eso no pasaba ni en la Alemania nazi. Una vez me enteré de la historia del jefe de una fábrica textil soviética que no hacía más que mirar a sus telas. En un momento se dio cuenta de que en las telas, por un error, se podía entrever algo que parecía una cruz gamada. Tenía que destruir toda la tela, pero decidió colgarse, ahorcarse. Lo hizo por miedo. ¿No es asombroso que esto pueda sucederle a alguien? El hombre tiene la necesidad de reconocer un significado para su vida y para la realidad.Hay muchísimos científicos interesados en esto en Gran Bretaña, genetistas y neurólogos que investigan la razón por la que necesitamos creer en algo. Parece que es algo constitutivo del hombre, como el hard disc de un ordenador. No sé mucho de esto, pero parece un área de la ciencia muy interesante.
    • ¿Se identifica esta exigencia racional de significado con la dimensión religiosa de los hombres?Sí, ciertamente. A lo largo de la historia moderna, ¿cómo se resistieron los hombres a la pretensión del poder de llenar su necesidad religiosa?En la mayoría de las democracias occidentales el número de afiliados a partidos políticos disminuye casi tan rápidamente como bajan las personas que frecuentan las iglesias. Se están descolectivizando tanto la religión como la política. El jefe de los rabinos de Inglaterra, que me parece el líder religioso más interesante de Gran Bretaña con diferencia, dijo el otro día que nuestra sociedad empieza a parecerse a un hotel barato para agentes comerciales y debería ser como una casa de campo aristocrática en la que tanto el anfitrión como el invitado se conociesen y el invitado pudiese apreciar los cuadros del anfitrión y hacer preguntas sobre ellos, en lugar de quedarse en hoteles baratos. Es una metáfora muy interesante. Probablemente no he contestado a tu pregunta…
    • En una reciente entrevista en La Razón usted dijo: «Si se elimina la religión no hay nada que limite el poder». Toda la Modernidad, sin embargo, sostiene lo contrario. Sitúa la fuente de la libertad en el Estado y no en la persona…La historia ha sido trono y altar. La religión normalmente siempre ha estado al lado del poder político, como sabemos bien en España. Pero cuando un rey hacía un juramento ante Dios tenía que responder dentro de unos límites y en ello se jugaba también su paso al cielo. La religión, además, distingue las características entre un rey y un tirano. Yo no soy católico practicante, pero soy cristiano de cultura y hay cosas de esa cultura que están en nuestra vida y que se las debemos al cristianismo.
    • Tradición cristiana, Europa…Si vas al Prado y no conoces la mitología clásica el cincuenta por ciento de los cuadros te pasan desapercibidos, y si no conoces el cristianismo el otro cincuenta tampoco lo entenderás… Llegará un día en el que tengamos una generación de personas a las que les gustarán estos cuadros pero les resultarán tan incomprensibles como lo son para nosotros los jeroglíficos egipcios. No les dirán nada, y esto es muy triste.
    • Y sobre el valor de la persona, ¿qué aportación ha hecho el cristianismo?El cristianismo ha hecho explícito el valor absoluto de la persona al margen de su condición social, política o económica. Ninguna persona agresiva o malvada en su vida privada dirige comedores para pobres…

Michael Burleigh ha sido investigador en las universidades de Oxford y Cardiff, y en la London School of Economics. También ha sido profesor en diversas universidades norteamericanas, como Rutgers, Washington & Lee, y Stanford. Ha escrito siete libros, entre ellos, El Tercer Reich (Taurus, 2002). Su séptimo libro publicado es Poder terrenal (Taurus, 2005). Escribe habitualmente para el Sunday Times y el Times Literary Supplement.