Ellas no deberían exteriorizar actos de amor a la Santísima Virgen ni a los santos ni a la Humanidad de Cristo porque, puesto que todos estos son objetos sensibles, el amor a ellos es también sensible. Las obras exteriores no son necesarias para la santificación, y las obras penitenciales como, por ejemplo, la mortificación voluntaria, deberían arrojarse lejos como una carga pesada e inútil (32-40). Dios permite al demonio usar "violencia" con ciertas almas perfectas aún hasta el punto de hacerles realizar acciones carnales, ya sea solitariamente o con otras personas. Cuando estas arremetidas ocurren, uno debe refrenarse de cualquier esfuerzo y dejar que el demonio obre a su antojo. Los escrúpulos y las dudas deben dejarse a un lado. En particular, estas cosas no deben ser mencionadas en la confesión, porque al no confesarlas, el alma se sobrepone al demonio, adquiere un "tesoro de paz" y alcanza una unión más estrecha con Dios (41-52).
But the informational junk we put in is far and away the biggest pollution in life. These other environmental things are important, but when I think about the crap we put into our minds, with no discrimination, with no awareness, that's the major source of pollution.
La "vía interior" no tiene nada que ver con confesiones, confesores, casos de conciencia, teología ni filosofía. De hecho, a las almas que están avanzadas en la perfección, Dios a veces les hace imposible acercarse a la confesión, y les suministra tanta gracia como la que habrían recibido en el Sacramento de la Penitencia.
If you set up a limitation and you are thinking about something ahead of time, your mind will tend to make that come true.
La vía interior conduce a un estado en el cual la pasión se extingue, el pecado no existe más, los sentidos se adormecen y el alma, deseando solamente lo que Dios desea, disfruta de una paz imperturbable: ésta es la muerte mística. Los que prosiguen en esta senda deben obedecer a sus superiores exteriormente; aun el voto de obediencia tomado por los religiosos se extiende sólo a las acciones exteriores; solamente Dios y el director espiritual penetran al interior del alma. Decir que el alma en su vida interior debe ser gobernada por el obispo es una doctrina nueva y muy ridícula, porque sobre las cosas secretas la Iglesia no formula juicios (55-68).
A la luz de este resumen, puede fácilmente verse por qué la Iglesia condenó el quietismo. A pesar de todo, estas doctrinas habían encontrado adherentes en los rangos más elevados del clero, tales como el oratoriano Pietro Matteo Petrucci (1636-1701), quien fue consagrado obispo de Jesi (1681), y elevado al cardenalato (1686). Sus escritos sobre el misticismo y la vida espiritual fueron criticados por el jesuíta Paolo Segneri, de lo cual se siguió una controversia que dió como resultado el examen de todo el asunto por la Inquisición y la proscripción de cincuenta y cuatro proposiciones entresacadas de ocho de los escritos de Petrucci (1688).
Éste se sometió inmediatamente, renunció a su sede episcopal en 1696, y fue designado Visitador Apostólico por el Papa Inocencio XII. Otros líderes del movimiento quietista fueron: José Beccarelli, de Milán, quien se retractó ante la Inquisición en Venecia en 1710; Francois Malaval, un lego ciego de Marsella (1627-1719); y especialmente el barnabita Francois Lacombe, director espiritual de Madame Guyon, cuyos puntos de vista fueron adoptados por Fénelon. En la Antigüedad, en la Edad Media, fue doctrina aceptada considerar que el vacío era un elemento inexistente en la configuración del cosmos. Por razones físicas y metafísicas, se consideraba imposible el vacío. La idea del horror vacui era un principio de aplicación general. Con la revolución científica, especialmente con Torricelli, Pascal, Guericke y Newton, y a pesar de la oposición de los principales filósofos del siglo XVII (Descartes, Hobbes, Spinoza, Leibniz), la física acaba aceptando el vacío y arrincona el viejo principio del horror vacui.
La doctrina contenida en la Explication des Maximes des Saints, de Fénelon, fue sugerida por las enseñanzas de Molinos, pero era menos extrema en sus principios y menos peligrosa en sus aplicaciones y es designada usualmente como semiquietismo. La controversia entre Bossuet y Fénelon se ha discutido en otro lugar (véase Fénelon). Este último sometió su libro a la Santa Sede para su examen, con el resultado de que veintitrés proposiciones extractadas de él fueron condenadas por el Papa Inocencio XII en 1699 (Denzinger-Bannwart, 1327 sqq.). De acuerdo con Fénelon, existe un estado habitual del amor de Dios que es totalmente puro y desinteresado, sin temor al castigo ni deseo del premio. En este estado, el alma ama a Dios por Sí mismo --no para ganar mérito, ni perfección ni felicidad al amarlo; esta es la vida contemplativa o unitiva (propos. 1, 2). En el estado de santa indiferencia, el alma no tiene ya ningún deseo voluntario deliberado por su propia cuenta excepto en aquellas ocasiones en las cuales deja de cooperar fielmente con toda la gracia que le ha sido otorgada.
En este estado no buscamos nada para nosotros mismos; todo es por Dios; deseamos la salvación, no como nuestra liberación o como premio o como fin último, sino simplemente como algo que Dios tiene a bien desear y que Él quisiera que nosotros deseáramos para complacerle (4-6). Especialmente con Newton el vacío deviene un componente básico del cosmos. Esto ocurre a finales del siglo XVII y la victoria definitiva del newtonismo frente a sus oponentes se producirá a mediados del siglo XVIII. Pero esta victoria del vacío queda circunscrita a la vertiente física y cosmológica. La aversión al vacío seguirá vigente en otros aspectos.
Por eso puede hablarse de la pervivencia del principio del horror vacui como metáfora aplicable a la descripción de esos horrores al nihilismo. Es significativo, por ejemplo, cómo las dos elaboraciones modernas más significativas a propósito de la constitución del sujeto -la elaboración de Descartes, el sujeto pensante; la elaboración de Hume, el sujeto práctico-, a pesar de sus diferencias coincidan en considerar un sujeto pleno, un sujeto en el que el vacío está excluido. El abandono del yo que Cristo requiere de nosotros en el Evangelio es simplemente la renuncia a nuestros propios intereses, y las pruebas extremas que demanda el ejercicio de esta renunciación son tentaciones por medio de las cuales Dios purificaría nuestro amor, sin garantizarnos ninguna esperanza aun en lo relacionado con nuestra felicidad eterna. En estas pruebas, el alma, por una convicción refleja que no penetra hasta sus profundidades más íntimas, puede tener la invencible persuasión de que es justamente reprobada por Dios. En esta involuntaria desesperación, ella consuma el sacrificio absoluto de su propio interés en lo que concierne a la eternidad y pierde toda esperanza interesada; pero en sus actos más elevados e íntimos nunca pierde la perfecta esperanza que es el deseo desinteresado de alcanzar las promesas divinas (7-12).
A partir de ahí, de Descartes y de Hume, el horror vacui sería el horror al vacío anímico, a la disolución del sujeto, el horror a la pérdida del nuevo fundamento conquistado por la conciencia moderna. En esta clave podrían interpretarse las inquietudes de la filosofía moderna ante el quietismo y las doctrinas orientales. Éstos parecen propugnar el vacío del sujeto, colocan la nada y el vacío como "el primer principio de todas las cosas" (que decía Bayle a propósito de Buda), un principio que de hecho es lo más contrario a un fundamento. En tanto que la meditación consiste en actos discursivos, existe, por otra parte, un estado de contemplación tan sublime y perfecto que se hace habitual, es decir, que siempre que el alma ora, su oración es contemplativa y no discursiva, y no necesita retornar a la meditación metódica (15-16).
En el estado pasivo el alma ejercita todas las virtudes sin tener consciencia de que son virtudes; su único pensamiento consiste en hacer la voluntad de Dios; desea aun amor, no según su propia perfección y felicidad, sino simplemente en cuanto a que amor es lo que Dios pide de nosotros (18-19). En la confesión, el alma transformada debería detestar sus pecados y buscar el perdón, no para su propia purificación y liberación, sino como algo que Dios desea y que Él quisiera que nosotros deseáramos para Su gloria (20). Aunque esta doctrina de amor puro es la perfección evangélica reconocida en todo el curso de la tradición, los antiguos directores de almas exhortaban a la multitud de los justos solamente a realizar prácticas de amor interesado proporcionado a las gracias que les habían sido conferidas.
El amor puro por sí solo constituye la totalidad de la vida interior y es el principio y motivo único de todas las acciones deliberadas y meritorias (22-23). Así pues, en la misma etapa que Occidente expresa sus temores a Oriente a través de su complejo nihilista, se consolida este contraste que acabamos de describir: el contraste entre la aceptación del vacío en la física y su negación en los restantes ámbitos. El horror vacui seguirá siendo una metáfora válida para expresar la aversión a la falta de fundamentos, a pesar de que la física lo haya desmentido. Todo eso define lo que puede llamarse el "moderno horror vacui", un horror que ya no es aplicable al ámbito de la física y de la cosmología pero sí a los restantes ámbitos. De hecho, el período que hemos analizado (el tránsito del siglo XVII al XVIII) puede verse como compendio de los momentos fundacionales de este moderno horror vacui. En él se dan las bases de lo que serán dos rasgos del complejo nihilista: por una parte, el rechazo de los "desvaríos" místicos (lo que los ilustrados llamarán "melancolía religiosa"); por otra, la actitud de crítica o de ignorancia hacia las filosofías orientales.
Esta lectura crítica de las filosofías orientales es justamente una constante del pensamiento occidental en los siglos XVIII y XIX, hasta hoy mismo. Y esta crítica está directamente emparentada con la preocupación acerca del nihilismo: los casos Schopenhauer y Nietzsche son ilustrativos de esta derivación. Nuestra intención ha sido remontarse a los orígenes de esta derivación, cuando incluso los términos "nihilismo" o "panteísmo" no son de uso común, pero ya se adivinan los contenidos que cuajarán en esas denominaciones.
Cuando se toma por dado que el nihilismo es un peligro a rechazar, se hace a partir de unas premisas euro céntricas, se hace admitiendo los parámetros habituales, esto es, que toda pérdida de confianza en verdades absolutas o en seguros fundamentos conduce al despreciable nihilismo. El acercamiento a Oriente debería servir para relativizar estos parámetros, para entender que no son universales. Mientras que estas condenas mostraban la actitud determinada de la Iglesia contra el quietismo, tanto en su forma extrema como en su forma moderada, el protestantismo contenía ciertos elementos que el quietista podría haber adoptado consistentemente. La doctrina de la justificación por la sola fe, es decir, sin buenas obras, encajaba muy bien con la pasividad quietista. En la "Iglesia visible", tal como la proponían los reformadores, el quietista habría encontrado donde guarecerse del control de la autoridad eclesiástica en un refugio con el cual podía congeniar. Y la pretensión de hacer de la vida religiosa un negocio del alma individual en sus relaciones directas con Dios no era menos protestante que quietista. En particular, el rechazo parcial o total del sistema sacramental, conduciría al protestante devoto hacia una actitud quietista. De hecho, se encuentran trazas de quietismo en los primeros desarrollos del metodismo y del cuaquerismo (la "luz interior"). Pero en sus desarrollos posteriores, el protestantismo ha llegado a hacer énfasis en la vida activa más bien que en la vida inerte y contemplativa. En tanto que Lutero sostenía que la fe sin obras es suficiente para la salvación, sus sucesores hoy día le asignan poca importancia a las creencias dogmáticas, pero insisten mucho en "la religión como modo de vivir", es decir, como acción. La enseñanza católica evita tales extremos. Por cierto que el alma, asistida por la gracia divina, puede alcanzar un elevado grado de contemplación, de desasimiento de las cosas creadas y de unión espiritual con Dios. Pero tal perfección, lejos de conducir a la pasividad y subjetivismo quietistas, implica en cambio un empeño más diligente en trabajar por la gloria de Dios, una obediencia más cabal a la autoridad legítima y, sobre todo, un más completo sojuzgamiento de los impulsos y tendencias sensuales.