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jueves, noviembre 01, 2007
Hingis no se dopa
miércoles, octubre 31, 2007
Banksy captured
El 'grafitero' británico más conocido ha sido sorprendido por primera vez por una cámara mientras realizaba una de sus pintadas en Londres. Sus obras, especie de bromas visuales de fuerte contenido político, se venden por decenas de miles de libras en las galerías de arte desde que se difundió que famosos como Brad Pitt y Angelina Jolie habían comprado algunas. El artista ácrata aparece —si es que realmente es él— en una fotografía publicada en varios medios británicos. Se le ve pintando la prolongación de las líneas paralelas amarillas que hay junto al bordillo de una acera londinense, para convertirlas en una flor. Junto a ésta, aparece sentado un obrero armado con un rodillo de pintura.
Esa última actuación, captada por un transeúnte con el objetivo de un teléfono móvil, podría ser una respuesta insolente al Ayuntamiento londinense de Tower Hamlets, que ha prometido borrar todas las pintadas, incluidas las de 'Banksy', que ensucian los barrios y que, según sus responsables, los vuelven más inseguros.
Un portavoz del nota no ha querido confirmar ni desmentir que el joven que aparece en la foto debajo de un andamio y dando brochazos de pintura amarilla es realmente el 'grafittero', por cuyas obras se pagan cada vez precios más altos en las subastas internacionales. La pasada semana, 10 obras suyas se adjudicaron por un total de medio millón de libras (unos 700.000 euros) en la casa de subastas Bonhams.
Según la casa de subastas, "lo más increíble del 'fenómeno Banksy' no es su ascenso meteórico ni las importantes sumas que se pagan ya por sus obras, sino el hecho de que el mismo 'establishment' al que satiriza le haya acogido entusiasmado". La identidad de 'Banksy' es el secreto mejor guardado del arte británico. Se desconoce su nombre real y su edad aunque se cree que se apellida Banks y que nació en Bristol en 1974.
Sus primeras intervenciones consistieron en producir parodias de obras de arte o antigüedades que logró colocar en museos sin que nadie en un principio las descubriera. El Museo Británico tardó varios días en percatarse de que una piedra en la que aparecía pintado un cazador de la Edad de Piedra empujando un carrito de supermercado no pertenecía a su colección sino que era en realidad una broma de 'Banksy'. En otra ocasión hizo en el festival de Glastonbury un círculo similar al monumento megalítico de Stonehenge utilizando retretes portátiles y otra vez en el parque de atracciones de Disneylandia soltó una muñeca hinchable que representaba a un preso de Guantánamo.
Entre sus parodias de obras de arte figura una versión de 'Los nenúfares', de Monet, en la que aparecen flotando en el agua un carrito de supermercado y todo tipo de basura.
Lo maldito o Celine
- "Muchos lectores considerarán Viaje al final de la noche un libro repugnane" J.D. Adams, New York Times Book Review.
- "Si realmente Céline pensara lo que ha escrito, se suicidaría." Jean Giono, Le Petit Marsellais.
Silva ataca Chile
Jesse en Miami Beach's Club Mansion
domingo, octubre 28, 2007
Donde esta Queeny Love?
Cinco meses sin clips...:QueenyLove.
sábado, octubre 27, 2007
Don Juan en Alcalá al 27/10/07
Locations mit Victor im Daganzo road
viernes, octubre 26, 2007
Visto y no visto: mañana fin del solitario
LAS MENTIRAS DEL CAMBIO CLIMÁTICO: nuevas herejias
No es para quejarse. Lomborg, el ecologista escéptico, el ex dirigente de Greenpeace que hoy reniega de los postulados ecoalarmistas, fue condenado casi al ostracismo científico tras la publicación de su primer libro, en el que ponía en duda que el deterioro del medioambiente fuese un problema prioritario para la Humanidad. Tuvo que someterse a un juicio por supuesta deshonestidad científica (que, por supuesto, ganó), recibió el desaire de muchos de sus compañeros, fue amenazado, contempló cómo activistas ecologistas reventaban sus conferencias lanzándole tartas a la cara.
Otros escépticos han corrido similar suerte. Martin Durkin, autor del documental El gran timo del calentamiento global, recibe miles de cartas ominosas, incluyendo algunas que le desean la muerte más terrible entre dolores provocados por el cáncer de colon. Docenas de científicos que critican las conclusiones del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC) padecen serias dificultades para encontrar financiación para sus proyectos y son denominados "negacionistas" por los medios y por sus compañeros. Más de una firma autorizada ha tenido que presentar su dimisión como autor del IPCC, asqueada por la deriva política de la institución, a pesar de que ello supone cercenar de pleno sus aspiraciones científicas. Todos aquellos que se han atrevido, simplemente, a sospechar que en la ciencia del cambio climático existen todavía demasiadas incertidumbres ven cómo sus trabajos son inmediatamente puestos en duda y se les acusa de investigar bajo sueldo de las grandes compañías energéticas.[...]
Es probable que las docenas de científicos que vierten sus opiniones en las páginas de este libro y los centenares que opinan como ellos estén equivocados. En cualquier caso, no merecerían el trato que se les da: sospechosos de ser radicales negacionistas, condenados a investigar por libre, aislados de los medios de comunicación, que sistemáticamente prefieren ofrecer informaciones en una sola dirección, más "ortodoxa"... Pero también es posible que no estén equivocados, o al menos que no lo estén del todo. Es posible que, simplemente, estén pagando el precio de ser escépticos en una disciplina (la ciencia sobre el calentamiento global) en la que el escepticismo está penado.[...]
Pocos asuntos científicos se han vuelto tan viscerales como el del cambio climático. Pocos mueven tales cantidades de dinero, reciben la atención de personalidades de tamaño brillo, suscitan pasiones tan cercanas a la emoción, a la causa política, a la profesión de fe. Muchos, la mayoría, de los científicos que son tachados de negacionistas ni siquiera niegan la existencia de un calentamiento global antropogénico. Pero se les condena por no poner sus cerebros al servicio de la acción política (en este caso la acción política es la defensa del Protocolo de Kyoto, un esfuerzo global sin precedentes), por preferir la cautela o por defender que existen otras vías más eficaces para mejorar el medio ambiente.
En este entorno, la hipérbole se ha convertido en moneda de cambio. El lenguaje científico, obligadamente parsimonioso, se ha vuelto combativo: se ha polarizado, "trincherizado". Y los que debieran ser datos asépticos, refutables, objetivos, hoy se tornan venablos arrojadizos. La matemática en el mundo del clima ha dejado de ser una herramienta para convertirse en un argumento.
Pero es imprescindible separar la hipérbole de la realidad si no queremos correr el riesgo de estar cometiendo un error de proporciones históricas. Es necesario advertir que, cuando el IPCC dice que el mundo se calentará 5,8 grados en los próximos cien años, no es más que un probable escenario de las docenas de posibilidades que manejan los científicos. Que, en realidad, el IPCC se niega a realizar predicciones climáticas y nos sirve sólo modelos informáticos de toda índole basados en la cuidadosa selección de los datos de partida y, según han denunciado algunos de sus miembros, profundamente sesgados.
Es imprescindible que se sepa que en los propios informes del IPCC (el texto único en el que se basan el Protocolo de Kyoto y todo el movimiento pancontinental en torno al clima) es imposible encontrar datos que demuestren que el calentamiento global va a producir descensos en la producción de alimentos, aumentos en la frecuencia de las tormentas o huracanes, mayores prevalencias de enfermedades tropicales como la malaria, desplazamientos humanos consistentemente más graves de los que hoy provocan las hambrunas, las sequías y las guerras. Nada de esto está en los informes del IPCC, y sin embargo aparece reseñado en los medios de comunicación y en las agendas de los políticos como un mantra grabado a fuego: el calentamiento global es hoy ya culpable de todo, desde la explosión de enfermedades hasta la caída de puentes.
Convertido en la nueva bandera de acción global, el cambio climático pasa por ser el tema más "cool" de la política del siglo XXI. Situarse en las filas del ecologismo hoy no sólo nos confiere cierta pátina contestataria (contra las multinacionales, la globalización y los Estados Unidos), sino que parece profundamente solidario. Y nadie duda de las buenas intenciones de muchas organizaciones que promueven la causa ecologista bajo alguna de estas premisas. Pero el "encantamiento" generalizado ante el asunto parece impedir una visión más profunda.
Lo verdaderamente alternativo es tratar de mantener la cabeza fría y escéptica ante la ola pro cambio climático. Las verdades más incómodas son las que no coinciden con la visión ortodoxa del IPCC. Lo que ciertamente es global y multinacional, lo que está más de moda y es más políticamente correcto, es defender la teoría antropogénica del calentamiento de la Tierra. Sin embargo, lo menos progresista es defender el Protocolo de Kyoto. Nada hay más alejado de la plausible intención de solidarizarse con los países más pobres que el indolente ejercicio de mirarse el ombligo que supone el activismo ecologista. Alguien dijo que el ecologismo es un juguete con el que sólo pueden jugar los niños ricos. Quizás sea injusta la frase, pero en buena parte responde a una realidad que puede constatarse viajando: mientras Leonardo DiCaprio, Al Gore o George Clooney se suman a la causa verde, en los países más pobres del planeta Greenpeace no puede hacer nada: allí necesitan más a Médicos sin Fronteras.
Paradójicamente, invertir las ingentes cantidades de dinero que el cumplimiento del Protocolo de Kyoto exige sólo servirá para mejorar un poco las cosas en los países más ricos. Cualquier análisis económico demuestra que será mucho más caro reducir las emisiones de CO2 que invertir en que los países del Tercer Mundo sean capaces de adaptarse a los efectos del cambio climático (si es que éste se produce). El efecto de Kyoto sobre el clima, incluso en el caso de que todos los países firmantes lo cumplan a rajatabla, será minúsculo: en el mejor de los casos, se pospondrá el aumento de las temperaturas unos seis años. Según todos los modelos macroeconómicos, la puesta en marcha del Protocolo de Kyoto costará entre 150.000 y 350.000 millones de dólares al año. Ésa es la cantidad de dinero que tendremos que pagar para "comprar" seis años de margen nada más, para conseguir que el aumento de temperaturas del peor de los escenarios del IPCC llegue en 2106 en lugar de en 2100.
Ese dinero, inevitablemente, tendrá que serle hurtado a otros proyectos de ayuda a los países menos favorecidos. Con mucho menor esfuerzo, podríamos intentar que estos países mejoraran sus infraestructuras, su sanidad, su régimen de libertades, sus recursos, y se pertrecharan de mejores herramientas para combatir los efectos del aumento de temperaturas, si se produce. Sin embargo, países como España, que a duras penas puede soñar con llegar a cumplir sus compromisos de ceder el 0,7% de su PIB a ayuda efectiva al Tercer Mundo, se embarcan en la firma de un costosísimo (y para muchos inútil) Protocolo de Kyoto (que, dicho sea de paso, tampoco va a cumplir).
Algunos datos advierten que el dinero que tendría que invertir sólo Estados Unidos para converger con los recortes de CO2 impuestos en Kyoto sería suficiente para dotar de agua salubre a todos los ciudadanos del planeta. ¿Cómo es posible, sin embargo, que el calentamiento global haya calado de tal modo en las conciencias de los políticos y los ciudadanos del mundo rico hasta convertirlo en la "mayor amenaza para Humanidad", en palabras de Al Gore?
El propio informe del IPCC en 2001 tiene la clave: "Debemos fomentar la atención de los profesionales de los medios de comunicación sobre la necesidad de recortar las emisiones de CO2 y sobre el papel de la prensa en la divulgación de la idea de que modificar nuestros estilos de vida y aspiraciones puede ser una manera efectiva para provocar un cambio cultural a mayor escala".
El calentamiento de la Tierra, evidentemente, ha terminado por convertirse en catalizador de una idea más ambiciosa, en motor de cambio social a gran escala. Algo que ha sido entendido a la perfección por los grupos políticos de la izquierda. Es la nueva revolución silenciosa.
¿Hay algo de malo en ello? Por supuesto que no. Pero desde los ojos de un científico debería quedar claro que hemos depositado la palabra de la ciencia, la portavocía de miles de investigadores (climatólogos, paleontólogos, geólogos, físicos, químicos, informáticos, estadísticos...) que trabajan buscando una pista sobre el devenir futuro del clima, en una sola organización con una vocación de influencia política sólo parcialmente declarada.
En realidad, es imposible ya saber si los defensores de Kyoto realmente quieren combatir el calentamiento (es decir, posponerlo sólo seis años al coste antes mencionado) o tienen en su agenda otros intereses políticos más ambiciosos.
De ser así, estarían en su derecho, por supuesto. Pero quizás también estén los pensadores escépticos en el suyo de reseñar que el esfuerzo que supone un pequeño retraso en el aumento de temperaturas podría dedicarse más efectivamente a la solución de otros problemas realmente graves. O de insistir en que la acción política sin precedentes que se propone no cuenta con el cacareado consenso científico. O en reseñar las lagunas que los modelos informáticos ofrecen para predecir correctamente el clima. O en advertir que la incidencia de la variabilidad natural sobre el calentamiento está siendo poco estudiada por el IPCC. O en criticar a los medios de comunicación que sistemáticamente culpan de cualquier catástrofe meteorológica al cambio climático. O en mirar con escepticismo la "moda de lo verde"...
En este libro el lector no va a encontrar muchas respuestas. No es un libro de tesis científicas ni una propuesta de explicación de los fenómenos de la naturaleza. Es el resultado de centenares de contactos con el trabajo de docenas de expertos de todo el mundo que muestran en mayor o en menor grado su escepticismo ante los postulados del IPCC. Los hay que directamente niegan la existencia de un cambio climático. Los hay que aseguran que el cambio climático es real pero que es imposible demostrar que el culpable sea el hombre, a través de su emisión de gases de efecto invernadero. Los hay incluso que creen que efectivamente el clima está cambiando y el responsable es el ser humano, pero advierten que la acción política y científica se ha vuelto ciertamente histérica y se preocupan por el grado de sectarismo y gregarismo que envuelve al tema, que impide la correcta toma de decisiones.
Sólo hay algo que les une: son escépticos y, por lo tanto, las están pasando canutas.
Estas páginas forman parte de todo un caudal de opinión "ecológicamente incorrecta" que, a pesar de estar sólidamente respaldada por la ciencia, no encuentra apenas espacio en los medios de comunicación. (...) Si no queremos que una dictadura ecológica asfixie nuestras libertades y cercene las posibilidades que tienen los países menos desarrollados de progresar, debemos prestar más atención a los científicos y analizar muy cuidadosamente lo que divulgan ecologistas y medios de comunicación sobre el cambio climático.
En una de sus últimas obras, Les mots, Jean-Paul Sartre hace repaso de sus primeros diez años de vida y recoge sus recuerdos sobre los miembros de su familia. De su abuela dice: "Ella no creía en nada. Sólo su escepticismo le impedía ser atea"... Pues eso. ALCALDE, director de la revista QUO y del programa de LDTV VIVE LA CIENCIA.
Pues bien, algo tan simple como esto ha organizado el mayor alboroto mediático, político y, por qué no decirlo, científico de toda la historia. En el ojo del huracán se encuentra una teoría que, gracias a un incontenible alud de propaganda bien financiada, ha pasado de ser atractiva a hegemónica y, finalmente, incontestable. Me refiero, claro está, a la del "calentamiento global", reconvertida deprisa y corriendo en la del "cambio climático" no bien se comprobó que los primeros vaticinios del Apocalipsis eran más falsos que un duro de hojalata.
Durante los últimos años podría decirse que casi no se ha hablado de otra cosa, hasta el punto de que se ha convertido en un tema repetido al modo de una larga y agónica letanía, cada vez más estridente y molesta. Pocas veces la sección de Ciencia ha copado tantas portadas, y nunca antes los científicos habían ejercido tanto de estrellas invitadas en debates, tertulias y entrevistas. Los medios de comunicación, fieles a la vieja máxima periodística de no permitir que la realidad estropee una buena historia, se han volcado con un asunto que, para el común de los mortales, es tan árido como el desierto de Atacama y tan desconocido como la cara oculta de la Luna. Quizá ahí resida el origen de la pesadez de los ecoloplastas, de su obsesión por tatuarnos en la frente la teoría oficial, que es la suya, claro.
Una década después de que los catequistas pelmas del calentamiento global empezasen a darnos la paliza, sabemos mucho más que antes, pero, curiosamente, no nos ha servido de nada, porque el debate ha quedado formalmente abolido. Los científicos que ejercieron de tales, es decir, los que en buena lid trataron de falsar la teoría, han sido tachados de discrepantes, disidentes y, en el recolmo de la perfidia totalitaria, de negacionistas (sic), como si refutar una teoría científica fuese lo mismo que decir que los horrores de Auschwitz o Mauthausen fueron en realidad una fabulación de los aliados.
Lo que le da vida a la ciencia es la discusión. Una teoría es válida hasta que alguien demuestra que es mentira; entretanto, se debate y debate. No hay dogmas, no hay verdades absolutas, no hay consenso. Ni apaños de última hora. Así avanza el conocimiento científico y, con él, la Humanidad. Algo tan elemental, al alcance de cualquier estudiante de Física de primer curso, parece no regir cuando se habla del calentamiento global: por eso estamos como estamos.
Con la ciencia transmutada en política y el debate en componenda, nadie, o casi, ha osado nadar contracorriente. Pocas y desconocidas voces se han levantado contra la tiranía del ecologismo radical, el de griterío, pancarta y pegatina, primo hermano del ambientalismo chic importado de Hollywood, que baña sus angustias climáticas en champán del bueno y que bajo ningún concepto consiente dejar el jet privado en el hangar del aeropuerto. Algunas, las más, en EEUU; otras, las menos, en Europa, rincón del globo donde siempre se está muy al quite del dinerito público que todo lo riega.
Por lo que hace a España, sólo unos pocos valientes han dicho esta boca es mía, a riesgo de que se la intenten cerrar de un guantazo. Es posible que por eso digan que somos el país europeo más concienciado con el cambio climático. Pero no, no se trata de eso: lo que pasa es que no hemos oído otra cosa.
De entre los valientes que dicen lo que piensan sin arrugarse y sin pedir perdón hay uno que lleva varios años poniendo en tela de juicio todo lo que se da por sentado en torno al cambio climático. Y claro, de tanto investigar, al final le ha terminado saliendo un libro. Excelente, por cierto. Hablamos de Jorge Alcalde, de profesión periodista y de vocación amigo de llamar a las cosas por su nombre. Por eso ha puesto Las mentiras del cambio climático a su criatura, que, de bien escrita que está, engancha más que la muy recomendable novela de Crichton sobre el ecoterror: Estado de miedo.
En un ejercicio de honestidad brutal, poco frecuente en estos tiempos de medias verdades y corrección política, Alcalde desgrana uno a uno todos los mitos que han impuesto los ecologistas: ¿Es cierto que la Tierra se calienta? Y, si es que sí, ¿por qué? ¿Qué hay detrás de toda la parafernalia ambientalista? ¿Qué es el IPCC, para qué sirve, qué ha dado de sí? ¿Por qué el ecologismo entusiasma tanto a millonarios como Al Gore o Leonardo DiCaprio y tan poco a los desposeídos del Tercer Mundo? ¿Cuánto va a costar la broma de Kioto? ¿En qué podríamos emplear todo ese dinero?
Dando voz a los que hasta ahora no la tenían, Jorge Alcalde no deja un cabo suelto y abre un interesante debate sobre el clima, debate que los ecologistas eluden como alma que lleva el diablo. Las mentiras... es, por lo tanto, una obra necesaria, y llega justo en el momento en que el cambio climático está pasando a ser un artículo de fe, algo parecido a una verdad revelada. Sus defensores andan exigiendo a todo el mundo obediencia ciega, y tachan de herejes a quienes no están por la labor.
Ante semejante disyuntiva, Alcalde se queda con los segundos: quizá no sea lo más ecológicamente correcto, pero es sin duda lo más ecológicamente científico.
JORGE ALCALDE: LAS MENTIRAS DEL CAMBIO CLIMÁTICO. Libros Libres (Madrid), 2007, 210 páginas. Pinche aquí para acceder a la web de FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.
miércoles, octubre 24, 2007
Sandee Westgate
martes, octubre 23, 2007
Schwartz según Moa
Quedamos con el convencimiento de que la enemiga a la Sociedad Abierta solo en parte puede explicarse por razones de cálculo económico racional. El horror a la libertad, que a veces llega hasta el crimen comunal, tiene un componente más profundo que el del coste económico de acabar con los estancos y los privilegios, y lo costoso de informarse antes de votar. El modelo de homo oeconomicus ha conseguido grandes resultados en la explicación de los fenómenos sociales, pero hay profundidades que la sonda de los economistas quizá no pueda explorar. Dicho de otra manera, el modo económico y comercial es una de las formas de operar del ser humano, de ese hombre oportunista, maximizador, ocurrente. Pero la evolución cultural ha dejado en su memoria atávica otros estratos de costumbre que no son los del cálculo sobre la base del propio interés (…) Debemos concluir, pues, que los humanos nunca resolveremos del todo las contradicciones que anidan en nuestras conciencias. La humanidad sabe mal de dónde viene y no sabe adónde va. La Sociedad Abierta, por su propia naturaleza, sigue un camino que nadie ha trazado. Es una sociedad que, por así decir, acabamos de descubrir: nos atrae y nos repele a la vez. El malestar en la cultura no va a curarse mañana. Nuestra civilización individualista y libertaria no solo está amenazada desde fuera, sino también desde el interior de nuestras almas.
Conclusión no muy optimista, y en alguna medida contradictoria. Ciertamente, el modo económico y comercial es sólo un aspecto de la vida humana: tratar de reducir la vida o la libertad a ese componente podría ser nefasto, y por ello los argumentos basados en él sólo en parte pueden explicar la conducta de los hombres.
Marx fue quien empezó a suponer que la economía, la base material de la vida humana, explicaba y daba sentido a todo el resto. Ese enfoque de la sociedad resultaba muy satisfactorio para quienes lo consideraban materialista y científico y detestaban el idealismo o espiritualismo; aunque no se explica por qué la economía sería más o menos material que la literatura, por ejemplo.
Además, ¿debemos suponer que los modos no económicos de actuar y pensar son por fuerza negativos? Hay una tendencia a verlo así, y a atribuirlos a atavismos. Schwartz menciona la teoría de que las formas de vida de cazadores y recolectores durante 40.000 de los 50.000 años de existencia del homo sapiens sapiens forzosamente han impreso en la psique una huella profunda. Tan largo espacio de tiempo viviendo en pequeños grupos muy homogéneos, de intensa solidaridad interna, sin estructuras sociales muy definidas y viviendo al día, sin inversión, habría dejado unas pautas de conducta, actitudes y propensiones primitivas que "perviven bajo el barniz de las civilizaciones posteriores". El malestar en la civilización en general, y en la sociedad liberal-capitalista particularmente, brotaría de una psique moldeada por aquellas formas de vida y que no acaba de adaptarse a las exigencias civilizadoras.
Una variación sería la explicación freudiana del malestar mediante un mito: el asesinato del padre acaparador de las hembras, especie de pecado original oscuramente resentido y fuente de neurosis consustanciales a la cultura, debido a su obligada restricción de los deseos sexuales.
Hace poco leí una curiosa interpretación del paraíso terrenal, cuyos restos habrían sido descubiertos, siguiendo más o menos a la Biblia, en el este de Turquía, lugar donde el nomadismo venatorio había dado paso al sedentarismo agrario, y con él a las primeras civilizaciones, hará 11.000 años. Según un paleozoólogo alemán, el cambio fue traumático: "En comparación, ¡qué bella había sido la antigua vida de cazadores! Libre, sin ataduras y repleta de aventuras. En aquel entonces las gacelas y los asnos salvajes recorrían la verde campiña de la alta Mesopotamia". El paso al sedentarismo habría significado un trabajo penoso, ímprobo y mal recompensado: los primeros agricultores sufrían más enfermedades y morían antes, y crearon una organización social compleja y opresiva.
El mito del paraíso, de Adán y Eva, aludiría a esa pérdida, que habría quedado en el subconsciente humano como una protesta permanente contra las demandas de la civilización. Pero quizá los cazadores, aun si más aventureros, no fueran tan libres, con la aplastante presión del grupo sobre el individualismo connatural al hombre; ni dejarían de soportar los inconvenientes de la violenta competencia por los mejores terrenos de caza, etc. Además, no se explica por qué la gente habría querido cambiar una vida tan libre y remuneradora por la sujeción y la penuria.
Pero buscar en el pasado la explicación del presente no resulta del todo satisfactorio. Generalmente sólo demuestra que gran parte de nuestros problemas y actitudes existían también hace miles y miles de años, probablemente desde que el hombre es hombre. Pero la larga duración de un hecho no es la causa del mismo. Y el mito del paraíso terrenal no parece referible al hecho, en cierto modo trivial, de un cambio económico. En realidad, la Biblia pretende explicar con él la propia condición humana, la pérdida de la inocencia e irresponsabilidad animal y la aparición de la culpa consiguiente a la libertad y a la responsabilidad por los propios actos.
Esa condición humana, la cultura (no existe una situación humana anterior a la cultura con la que establecer comparaciones), debe afectar a todos los hombres; en realidad, los constituye como tales, ya vivan en culturas cazadoras, agrarias o en las inmensas urbes actuales. Malestar en la cultura equivale a malestar en la condición humana. Y a ésta le acompaña siempre, por cierto, un lado oscuro y angustioso: baste pensar en la conciencia de la muerte, de la exposición continua al accidente o al horror de ciertas enfermedades, angustias presentes siempre aunque en general de modo difuso. Pero, además, la propia naturaleza del deseo lleva aparejados al mismo tiempo la satisfacción y el malestar.
Creo que Paul Diel proporciona un enfoque bastante adecuado y que no exige seudoexplicaciones en pasados remotos. Así como el animal no tiene propiamente deseos, sino más bien necesidades, cuya satisfacción es regulada por el instinto, el ser humano, con el instinto debilitado, es capaz de multiplicar imaginativamente sus deseos, a menudo contradictorios entre sí. Esa capacidad impone un constante esfuerzo psíquico de ordenación y armonización de esos deseos, tarea necesaria y fructífera, fuente de la cultura; tarea también penosa, por la energía requerida, porque obliga a constantes renuncias a deseos imposibles o destructivos, o al sacrificio de unos para satisfacer otros que se consideran o esperan superiores.
La labor cultural e individual ("racionalización y sublimación" de los deseos) nunca es completa ni estable, y su insuficiencia genera la culpa. Existe, por tanto, un doble motivo para el malestar humano: la renuncia mal digerida a numerosos deseos y la culpa, fácilmente exaltable y proyectable sobre el exterior (sobre la cultura, o sobre grupos sociales, por ejemplo). Persiste la añoranza del "paraíso", de la animalidad, en definitiva (una forma grotesca de la misma la encontramos en esa pretensión actual de los "derechos de los animales": en definitiva, todos debiéramos ser iguales).
El ideal de las ideologías utópicas, mejor o peor explicitado, consiste en sociedades donde todos los deseos serían satisfechos y no existiría, por tanto, el malestar de la culpa y la responsabilidad: la vuelta al paraíso. De ahí el atractivo de las críticas, como las de Marx y tantos otros, dirigidas a probar el carácter necesariamente restrictivo del capitalismo y de las demás formas culturales del pasado, formas que "alienarían" al hombre de su verdadera e ideal naturaleza. La destrucción de la sociedad liberal ("burguesa") abriría el paso al hombre en plenitud, exento de malestares.
Pero la primera sacrificada en esta concepción es, inevitablemente, la libertad, "innecesaria" al suprimirse la responsabilidad. El segundo sacrificio sería el de una multitud de deseos, declarados antisociales o anticientíficos o primitivos… De la promesa de satisfacción general de los deseos se pasa a la supresión real de una multitud de ellos, en particular los referidos a la libertad, también llamados espirituales: la necesidad individual de armonizar la inagotable capacidad humana para desear queda transferida a alguna autoridad con poder absoluto, última defensa contra el desmoronamiento social.
El malestar es connatural a la condición humana, a la cultura. Y la ilusión de erradicarlo por completo podría empujar también al liberalismo por la senda de la utopía.
Al Gore, el Eco.
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